Soy una mujer de 26 años que jamás se ha visto discriminada por razón de su sexo y que nunca ha ido a una manifestación del 8 de marzo.

Soy muy consciente de que el hecho de que la discriminación no se haya ejercido personalmente contra mí no significa que no exista todavía desigualdad entre hombres y mujeres. Existe y es muy grande en según qué contextos. Por supuesto, estoy totalmente en contra de ella, aunque soy más partidaria de otro tipo de reivindicaciones distintas a las manifestaciones.

Hoy, sin embargo, me gustaría manifestarme. Quiero gritar y alzar la voz a mi manera, desde el silencio del papel.

He empezado diciendo que nunca me he visto discriminada por razón de mi sexo. Bueno, esto no es del todo cierto. Es verdad que nunca me he visto discriminada en mi familia, ni en la universidad, ni en el ámbito laboral. Pero hay un lugar en el que sí se me ha discriminado abiertamente por el hecho de ser mujer: la Iglesia Católica.

Vaya por delante que la Iglesia Católica es una institución de la que formo parte porque quiero. Nadie me obliga a estar dentro de ella y si lo estoy es porque considero que tengo motivos para estarlo. Pero vaya también por delante que la Iglesia Católica es una institución que hace aguas por todas partes y cuya credibilidad es escasísima a día de hoy.

No voy a echarle la culpa de eso exclusivamente al hecho de que se prescinda de las mujeres para todos los puestos que exigen un mínimo de responsabilidad o toma de decisiones. Desgraciadamente, creo que los problemas de la Iglesia van más allá de eso y estoy convencida de que hunden sus raícen en cuestiones todavía más profundas. Pero también creo que hasta que a la mujer no se le den las mismas oportunidades dentro de la Iglesia que al hombre, no se va a producir ningún cambio significativo.

Es cansino que las mujeres solo seamos el toque de ternura, delicadeza y sensibilidad en un mundo eclesiástico liderado por los hombres y para los hombres. (Eso, en el mejor de los casos. En el peor, somos sus costureras, cocineras y limpiadoras a jornada completa y «por amor a Dios».)

Coser, cocinar y limpiar no tienen nada de malo. Tampoco tienen nada de malo la ternura, la delicadeza o la sensibilidad (que, ciertamente, solemos tener más desarrolladas las mujeres que los hombres). Lo que es malo es que se nos imponga que seamos cocineras o tiernas y que no haya opción a algo distinto. Hay mujeres que disfrutan cocinando y son muy tiernas, pero también existimos las que no nos gusta cocinar y se nos da mal lo de la ternura. O las que cocinan de rechupete y son más bestias que un arado. Las combinaciones son infinitas y ninguna es mejor o peor que otra.

No se trata de decirle a ninguna mujer cómo tiene que ser. Se trata de que cada una pueda ser quien es sin que la Iglesia le corte las alas. Se trata de que cuando los sacerdotes (creo que es justo recalcar que el machismo en la Iglesia viene promovido fundamentalmente por parte del clero) vean a una mujer puedan ver en ella algo más que a una catequista de Primera Comunión o a una vendedora de lotería de Navidad de la parroquia. La que quiera ser catequista o vendedora de lotería que lo sea, pero la que quiera ser teóloga o profesora en la universidad que también pueda serlo sin necesidad de pedir permiso y perdón a todas horas.

El día que la mujer no sea considerada inferior al hombre podremos empezar a pensar de una manera distinta a la actual que nos permita salir del hoyo en el que estamos. Porque, seamos realistas: estamos en un hoyo y el primer paso para salir de él es reconocerlo. Echar balones fuera y culpar a la sociedad y a su falta de valores, ni arregla nada ni es del todo justo. El segundo paso para salir del hoyo es dejar que la mujer piense conjuntamente con el hombre cómo salir de él.

La Iglesia no es referencia ya para casi nadie. Para la gran mayoría es un lugar muy turbio, muy oscuro y muy poco de fiar. Cierto es que quienes la perciben así no suelen ser precisamente los que se han leído la última Encíclica de la temporada ni los que están súper puestos al día de lo que pasa. Pero eso no quita para que su percepción sea, como mínimo, comprensible.

Para que la mujer sea considerada una igual al hombre sólo hace falta una cosa extremadamente sencilla: creerse que de verdad todos los seres humanos tienen la misma dignidad por el hecho de haber sido creados a imagen y semejanza de Dios. Todos. Y si eso no nos lo creemos, tenemos un serio problema.

Mientras tanto, se podrán seguir creando comisiones o grupos de trabajo y se podrán seguir utilizando toda esa serie de palabrejas pomposas con las que hacer parecer que la Iglesia cree que hombres y mujeres son iguales.

Pero seguiremos sin creérnoslo si, entre otras cosas, a la hora de escoger al máximo representante, nosotras no tenemos ni voz, ni voto.

 

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