En pocos días hemos presenciado unas escenas bochornosas en la política española. En las Cortes Valencianas, un portavoz de renombre se levantó e increpó con tono amenazante a otra parlamentaria. En el hemiciclo nacional, de forma inédita en nuestra historia democrática, el presidente de Gobierno en funciones rehusó responder el discurso de investidura de su oponente. En la Aljafería, la presidenta de las Cortes de Aragón le negó el saludo a una ministra y a una secretaria de Estado. Y la guinda del pastel la puso un concejal que propinó unos cachetes en la mejilla al regidor de Madrid.
Menos mal que tras este último incidente el concejal en cuestión dimitió y sus respectivos dirigentes condenaron firmemente su conducta. Y no han faltado voces que hayan criticado las otras tres actuaciones.
Tanto en política como en la vida, el respeto y la cortesía siempre deben prevalecer por encima de discrepancias ideológicas y fobias personales. Es sumamente preocupante que entre nuestros parlamentarios cada vez sean más frecuentes los desplantes, las amenazas, las injurias y la violencia verbal. Y más aún dada su condición de representantes de los ciudadanos y, en consecuencia, de las instituciones. La falta de educación y de modales de los políticos son claros síntomas de la degradación institucional que lacra nuestra democracia. «Miré los muros [de las instituciones] de la patria mía…»
La política a veces no es fiel reflejo de la sociedad. Por ese motivo, Adolfo Suárez se propuso «elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal». Pero, en este caso, ¿hasta qué punto el respeto y la educación siguen siendo «simplemente normales» a nivel de calle? Me aventuro a afirmar que en cierta medida siguen siendo la tendencia general entre los ciudadanos, pero los incidentes de estos días tendrían que mantenernos alerta.