En dos entradas anteriores he ido abordando, casi sin darme cuenta, dos comprensiones posesivas de nuestra forma de vivir la Iglesia: mi grupo y mi tribu. Dos reflexiones a partir de la experiencia sobre cómo la identidad mal entendida pone peligrosamente en riesgo la comunión que debe sostener a la Iglesia. Y en esta línea me venía una última idea, el coto de caza de nuestros grupos y tribus.
Entender la Iglesia como compartimentos estancos de carismas, realidades, grupos, movimientos o estructuras encuentra su principal foco de conflicto en las disputas por la ‘injerencia’ en la pastoral vocacional. Si me permitís la ironía, cuando cazan a una presa que es de ‘mi coto’. Hay un doble error en esta imagen del coto de caza: la comprensión de la pastoral vocacional como política de captación y la estabulación de los jóvenes en cotos diferenciados en función del derecho sobre ellos de un grupo concreto.
Dejando el primer error, grave y tristemente vigente, para otro momento, vamos a fijarnos en la idea del coto. ¿Puede un diocesano hacer pastoral vocacional en un colegio de una congregación? ¿se debe integrar a religiosos en la pastoral vocacional de la diócesis? El único motivo para dudar al responder ‘sí’ es pensar que su presencia será una amenaza. Podríamos resumirlo en una frase que quizás conozcamos «a ver si lo he estado cuidando yo estos años y ahora se va a ir con estos».
¿Qué hay de fondo? Además de no creernos lo que significa la vocación cristiana, detrás de esta idea hay una comprensión de la Iglesia que se excusa en el contexto de supervivencia y reducción cuantitativa de la Iglesia. «Con los pocos que somos, se nos va» ¿quién es el nosotros de esa queja, la Iglesia o la orden/diócesis/movimiento?
De nada nos servirán las frases bonitas, las declaraciones magisteriales o los grandes eventos, si a la hora de la verdad nuestro corazón ha desordenado nuestra identidad, somos católicos en una orden/diócesis/movimiento. Si lo formulamos al revés, primero perdemos la comunión y acabaremos reduciendo a Cristo a un accesorio.
Una vez más, no se trata de lanzar piedras sino de intentar poner luz, para vivir desde el nosotros que conjuga la pluralidad y diferencia en la Iglesia como riqueza y no como peligro, el nosotros de la diversidad de un pueblo de Dios que reconoce las diversas vocaciones como un auténtico don.