Cualquiera que haya tenido que liderar un grupo de pastoral sabe lo difícil que resulta empezar una reunión. En pocos minutos hay que conseguir pasar de un tono de calle –con sus conversaciones, su volumen, sus interrupciones y sus chascarrillos– a un clima que tiene algo de singular –por sus silencios, su apertura al Espíritu, su acogida o su escucha–. Y este salto no es nada fácil. ¿Qué hacer? ¿Qué decir? ¿Por dónde arrancar para que la transición no se haga forzada pero tenga lugar? Así que después de unos instantes de recogimiento y oración –ojalá que sincera y genuina– llega la hora de la verdad. En las primeras palabras va a ser fácil reconocer por dónde va tu grupo de pastoral. Permíteme la caricatura. Y, por favor, no te lo tomes mal. Pero… ¿a que te suena familiar esta forma de empezar?
«Pues nada, vamos a compartir cómo nos ha ido a cada uno la semana». En el primero de los extremos de esta tensión pastoral se encuentra el grupo de autoayuda. Este polo es el más frecuente en nuestro entorno eclesial, por lo que parece más necesario detenerse un poco en él. No obstante, existe también otro extremo. Es en el que están aquellos grupos que se parecen más a una clase universitaria (eso sí, de las malas, porque hay clases verdaderamente magistrales en la universidad) en la que alguien expone lo que otros tienen que aprender sin preocuparse mucho y, sobre todo, sin rechistar.
Pero volvamos al primer extremo. Sin ninguna duda la fe se vive con otros, en comunidad. Y a nadie extraña tampoco que la fe nos sea de gran ayuda a lo largo de nuestra vida. De hecho, para muchas personas en momentos ciertamente difíciles la fe puede ser su mayor o incluso su única ayuda. Hasta aquí todo bien. ¿Cuál es entonces el riesgo de estos grupos? Muy sencillo: que el grupo se convierta a sí mismo en objeto de fe y que el bienestar personal tenga más tirón que la llamada personal a la santidad.
Son estos «grupos hambrientos» de sí mismos, que se comen todo el tiempo hablando de las cosas que les han pasado a cada uno de sus miembros, sin espacios explícitos para hablar de las cosas de Dios. Son también «grupos celosos», que miran con sospecha la forma de vivir la fe de quienes están fuera; o, peor aún, que ridiculizan a quienes participan en otras propuestas eclesiales. Son «grupos engreídos», que convierten en criterio último su propia forma de creer, de vivir e incluso de celebrar. Y, por último, son «grupos desagüe», en los que evacuar las propias emociones puede acabar siendo más importante que recibir con espíritu creyente aquellas mociones que vienen de Dios.
No podemos vivir solos la fe. Ni desencarnarla de nuestra vida concreta y real. Pero algo grave sucede cuando la fe que vivimos y profesamos deja de ser cristocéntrica y eclesiocéntrica para convertirse en una fe centrada en el grupo. Porque el grupocentrismo pastoral quiere suplir ficticiamente la centralidad de nuestro encuentro personal con Cristo. Porque nos encierra en lugar de lanzarnos a otros. Y porque, a lo peor, puede incluso terminar haciendo prescindible al mismo Dios.