No es la primera vez que ocurre, ni será la última. Esto es cierto. El falso testimonio siempre ha estado ahí, unas veces para arruinar la vida de alguien y otras para tapar una metedura de pata, creando al final un enredo mucho mayor. Esta vez lo ha hecho un joven por medio de una denuncia de homofobia –por suerte en este caso, los agresores no tenían nombre y apellidos–, sin embargo ocurre en otras tantas circunstancias sin que se hable tanto del tema, creando un inmenso dolor a los «supuestos» agresores y a sus respectivas familias.
Y quizás el problema del falso testimonio no es solo un problema de credibilidad de la persona, como ocurre en el cuento de Pedro y el lobo. Es más grave, porque estás jugando a ser víctima y a fingir un dolor que no tuviste, y al mismo tiempo desprecias al que sí sufre de verdad, como si fuese puro teatro, haciendo que ahora muchos duden de las auténticas víctimas o aprovechándote de la confianza del que te ha defendido gratuitamente. Y, sobre todo, en asuntos donde la sociedad afortunadamente es tan sensible –o al menos, cada vez más– contribuyes a dar alas y crear confusión sobre ciertos problemas ya de por sí complicados, donde para unos y para otros las víctimas importan poco cuando lo que está en juego es tener la razón y pensar que los otros siempre serán los malos.
La sabiduría popular advertía de los peligros de mentir y de los beneficios de decir la verdad. No obstante, no es exagerado que en estos tiempos de la posverdad, esta dinámica se puede convertir en costumbre, sencillamente porque no estamos acostumbrados a ser fieles a la palabra, ni por supuesto a asumir las consecuencias de todo lo decimos. Y es que no debemos olvidar que la violencia empieza en las palabras, tanto en las que son agresivas, como en las que están llenas de mentira.