Ni soy un general romano victorioso desfilando por Roma, ni tengo detrás a un siervo susurrándome al oído: memento mori («recuerda que morirás»). Pero sí que soy un estudiante de cuarto de medicina que acaba de empezar sus prácticas y  tiene la suerte de que cada día la práctica médica le recuerda al oído que un día morirá.

La muerte de otros nos es más fácil de imaginar, de hacernos empatizar y cuidar a los que sabemos morirán. Sin embargo, la muerte propia muchas veces es un pensamiento prohibido en nuestra mente, ya que sin quererlo tenemos mecanismos que se encargan de ello. Estos mecanismos, en mi caso, no han sido capaces de hacer su trabajo al haber vivido de cerca la muerte de gente «ajena», y tener a la reflexión sobre la muerte propia anda siguiéndome por los pasillos del hospital.

Seguramente este dramatismo ya haya sorprendido a muchos, porque esa es la reacción natural; pero siento que como cristianos estamos llamados a la reflexión sobre nuestra propia muerte. Y no para caer en el carpe diem barato, si no para caer en la cuenta de que todos un día moriremos y que al llegar al lecho de muerte, no nos llegará la pregunta de qué cosas hice o dejé de hacer en vida, si no que sencillamente nos preguntarán: ¿cuánto has amado? ¿cuánto has entregado tu vida?

Ni somos generales romanos ni todos nos dedicaremos a la medicina, pero memento mori: recuerda que morirás. Recuérdalo sin sentir el agobio que a veces provoca el hacerlo. Recuérdalo para que no te pille por sorpresa el gran examen del cristiano, y puedas así preguntarte cada día: ¿cuánto he amado?

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