Acaba de terminar la Ryder Cup de golf. Torneo que desde hace casi 100 años enfrenta a los mejores jugadores de Europa y Estados Unidos en tres días de competición. En un deporte como el golf, en donde los jugadores juegan habitualmente para sí mismos, se puede aprender mucho de lo sucedido este fin de semana en Francia.

Hay dos elementos que me llaman la atención por encima del resto: el primero que todos los jugadores han dejado de lado sus intereses individuales para formar dos equipos; y la segunda que este torneo, a diferencia del resto de competiciones que juegan a lo largo del año, no les produce ningún beneficio económico ni puntuación en el ranking mundial. Y este sentimiento lo resumía a la perfección el héroe de la edición de este año, el italiano Francesco Molinari. Decía: «Lo más importante no ha sido la actuación individual de uno, sino el sentimiento de equipo, la actitud de todos, desde el que no ha jugado demasiado al que ha jugado todo». Y ante la pregunta de si prefería este torneo o su reciente triunfo en el Abierto Británico –uno de los grandes y con más de un millón y medio de euros de premio–, decía que «esta semana la pone por encima de todo, que no se pueden comparar».

Y aunque sea un poco atrevido, lo que creo que quiere decir el jugador italiano (como el resto de miembros del equipo), es que su felicidad, cuando es compartida, es diferente. Que no es lo mismo llegar a la cima solo que acompañado. Que sentirse parte de un equipo completa a cada individuo. Que las cosas que más felices nos hacen no las hacemos ni por uno mismo ni por dinero. Que el dinero tiene importancia, pero que hay determinadas cosas que el dinero no las puede comprar. Y que como para los golfistas, tanto de Europa como de Estados Unidos esta semana, no las podemos comparar con otros momentos de nuestra vida, porque están en otra dimensión. Probablemente la del amor por alguien o por algo.

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