Dice Jorge Valdano que los jugadores que pasan por el Bernabéu sufren miedo escénico. No solo se enfrentan a un rival, sino a un estadio en el que miles de almas te observan esperando que cometas el mínimo error. Gracias a la televisión, esa sensación se multiplica exponencialmente y millones de espectadores pueden ver desde el salón de su casa cómo hablas con tu entrenador, ordenas tu ropa y celebras cada tanto.
Frente a ese miedo escénico, hay deportistas que asumen el protagonismo y se hacen grandes. Uno de ellos ha sido Carlos Alcaraz en el U.S. Open. Sencillamente disfrutan en la pista y lejos de amilanarse juegan mejor. Y como ocurre con los campeones –no con todos–, son varios los aprendizajes que podríamos sacar de este nuevo número uno del mundo, que van desde la fortaleza a la tenacidad, y desde el respeto hasta el ejemplo para otros tantos niños y jóvenes como él –también por parte de su rival, dicho sea de paso–.
Sin embargo, si tuviéramos que quedarnos con algo, sería con su pasión. Las ganas de ir a por todas, de sentir que cada revés es un punto de partido y de jugarse el todo por el todo en cada subida a la red, como si le fuera la vida en ello. Pasión para levantarse una y otra vez. Pasión por pelear y por ganar. Pasión para aceptar que hay momentos que pasan por sangre, sudor y lágrimas, también de felicidad, como debe ser. Una pasión que habla del deporte y, sobre todo, de la vida, que necesita darse en un todo para exprimir nuestro talento al máximo y disfrutar así de la esencia más pura, porque las medias tintas no suelen acabar en victoria.
Y, sobre todo, saber que no es lo mismo ganar que tener todo hecho. Aún hay mucho trabajo por hacer.