Llevo un par de años acompañando a muchos jóvenes en sus búsquedas más profundas. También escuchando en talleres y charlas por dónde se mueven sus inquietudes y aspiraciones. Y una de las cosas que más me sorprenden es lo bajo y limitado de sus sueños. Me recuerdo a mí mismo en los años de juventud en los que el Evangelio caía como un gran ideal por el que merecía la pena gritar, apostar, pelear… Una especie de utopía esperanzada que hacía creer que un mundo mejor sí era posible y que estaba en nuestras manos conseguirlo. Teníamos claro que había que aspirar a mucho para alcanzar tanto, y que Dios nos quería ardientes e insatisfechamente apasionados en un mundo que era insatisfactorio.

«¡Vaya sueños de mierda!» se me ha escapado en alguna ocasión al escuchar sueños tan pequeños. Y es que tengo la impresión de que se ha ido imponiendo un recorte de sueños e ideales. Quizás la pandemia, quizás las últimas crisis sociales y económicas, quizás que hemos predicado demasiado una resignación que confundía el conformismo con la virtud… Lo cierto es que se han ido amortiguando las ansias de vivir y de mejorar. Y, claro, en este contexto se hace difícil vivir en serio cualquier vocación cristiana.

Es cierto que la vida no se trata solo de soñar, sino que hay que vivir en la realidad y no en otro lugar. Pero comparando la juventud de hoy con la que yo tuve, se ha implantado una especie de «resignada sensatez» que obliga a desprenderse –demasiado tempranamente– de ideas y convicciones que fueron básicas en épocas pasadas. Pocos son ya los que creen y aspiran a la victoria de la verdad, del bien, de la humanidad. Pocos son ya los que luchan por la justicia confiando en el poder de la bondad y del espíritu pacífico. Poco son ya capaces de entusiasmos ante la idea de hacer un mundo mejor.

En pocos decenios parece que la realidad ha impuesto que, para sobrevivir a los peligros de la vida, hay que recortar sueños, tirando a la basura cantidad de bienes que han pasado a ser prescindibles. Pero que eran los que marcaban horizontes a alcanzar. Posiblemente ahora el joven pise terreno más seguro, pero de poco sirve si no tiene sentido hacia el que caminar.

Madurar en la vida supone relativizar o colocar en su lugar algunos de estos ideales. Pero si esto llega antes de tiempo puede convertirse en meras derrotas que reducen nuestra humanidad y amputan el alma. Duele ver jóvenes que ya no viven con la verdad por delante, porque demasiado pronto descubren –mirando quiénes son los que progresan a su alrededor– que es más útil y rentable la mentira. Entristece descubrir cómo el primer desengaño y la primera traición derrumban la confianza en la bondad del hombre, y los adolescentes blindan su corazón para «evitar que les hagan daño». Sorprende ver que la desconfianza ya no es solo con las personas, sino también con los grandes ideales, de modo que las grandes causas y las banderas que enarbolábamos hace años, son pisoteadas porque la demagogia es más útil que la verdad y detrás de una gran bandera suele haber un cretino más grande. Aquellos gritos motivados por la indignación que generaba la defensa de la justicia se han ido callando a base de aceptar pactos con pequeñas injusticias. Son todas ellas pequeñas derrotas que han ido desgajando y pudriendo trozos del alma de la juventud.

Con todo ello, estoy convencido de que todo esto no es fruto de una inevitable evolución darwinista, y que la juventud posee en su entraña un anhelo de ilusiones y grandes ideales. Simplemente que les hemos ido apagando su entusiasmo a base de hacerles creer que el éxito pasa por taponar con bienestar y dinero los huecos del alma en los que antes habitaban la fe y la esperanza.

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