Francia, 39: Luxemburgo, 44; Bélgica, 41 y Canadá,45. Estas cifras corresponden a la edad de los máximos responsables de estos países. ¿Quién iba a decir a la vieja Europa que algunos de sus países estarían gobernados por líderes nacidos en los años 70? Puede que sea azar, una huida hacia adelante, que el electorado esté de vuelta de todo o que el sistema hace aguas. Sin embargo, todo apunta a que esta foto no es casualidad sino un cambio de tendencia en algunos países y que paradójicamente la juventud vuelve a estar de moda en la arena política.

La pregunta que me surge es si creemos que la juventud es un valor añadido más allá del deporte, la tecnología o la belleza. Por de pronto llevamos muchas décadas dando la razón a los que piensan que no lo es. Es verdad que los años dan, entre otras cosas, experiencia, sabiduría y una calma para afrontar la novedad que quizás la juventud no posee. Pero quizás detrás de esta imagen está la sospecha de que el mundo cambia más rápido de lo que creemos y que no basta solo con tirar de años de experiencia sino de decisión y formación para afrontar con valentía los problemas de un mundo imprevisible y complicado de entender. Que un menor recorrido no implica querer o comprender menos la realidad y que la novedad es una necesidad del ser humano. Y sobre todo, que detrás de los millennials, los ninis y todos los estereotipos posibles sobre la juventud hay una gran masa de gente ilusionada, dispuesta y capaz de tomar las riendas y cambiar el mundo.

No se trata de sancionar lo joven como lo bueno, pero sí atrevernos a decir en alto que la juventud no es inmadurez, que no todos son superficiales y que la visión de los jóvenes del mundo no es egoísta ni sometida a las redes sociales. Es cuestionarse si la edad es directamente proporcional a la madurez -para muestra Donald Trump- o nos puede el miedo al cambio. Confiar en la juventud es creer en el futuro. Creer en el futuro es tener esperanza. Tener esperanza es abrir la puerta a la novedad de Dios.

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