En pocos días el asunto catalán volverá a estar de rabiosa actualidad. Como una historia interminable pondrá sobre la mesa escenarios bastante desagradables y nos traerá a la memoria un momento vergonzoso para todas las partes. Una herida que sigue sangrando y en la que, de alguna manera, todos somos juez y parte. Desgraciadamente, ya llevamos varios años en los que parecía que la situación no podría ser peor y, sin embargo, lo ha sido con creces.
Han cambiado gobiernos, partidos y personajes, pero la confrontación sigue latente. Quizás mirando atrás debemos darnos cuenta de lo condicionados que estamos. No solo por la prensa. Por un lado están nuestras propias raíces. Somos el fruto de una historia entrelazada con otros y anclada en una geografía particular. Con sus riquezas y pobrezas culturales, sociales y económicas. Al mismo tiempo con sus logros y, por tanto, vanidades típicas. También la realidad que nos rodea influye, pues es capaz de poner el acento en un aspecto u otro, generando infinitas filias y fobias. Mezclando así la razón con el corazón, en una nube gris con cierto tufillo a venganza que no distingue opinión barata de argumento sólido.
Más allá del tormento mediático que se aproxima, cada uno de nosotros tendremos que afrontar nuestro propio juicio personal. Primero el que distingue razones de afectos y banderas de leyes, pues ni todo es igual, ni todo vale lo mismo. Yendo un poco más allá está el de nuestros actos y nuestras palabras. Consciente o inconscientemente cada comentario, discusión o clic contribuirá, o no, a tender puentes y a llegar a una solución razonable y esperanzadora para esta triste situación. Porque por muy tajantes que podamos ser, no debemos esquivar la certeza que nos recuerda que los que realmente sufren son las personas –sean de donde sean–, y no las instituciones.