No tengo mascotas. Hurgo en la memoria de la infancia y rememoro, tal vez en mi descargo, el trauma que nos supuso a mi hermano y a mí enterarnos de que el pollito que habíamos criado en casa hasta que ya no sabíamos qué hacer con él había acabado en la cazuela de una señora que nos visitaba regularmente por algún asunto laboral. ¡Se lo había comido! ¡A nuestro pollito tan lustroso y tan pimpante! Aquello nos supuso un par de días de llantina que nuestra madre zanjó con esa frase que le habré escuchado centenares de veces y que no deja de escocerme por su crudeza descarnada: «Llora cuando yo me muera». Punto final a los sollozos. Aquella vez y para siempre.

Se me ha venido a la mente cuando leí días atrás el drama que vivía una familia argentina al descubrir que la cerdita que había dado en adopción acabó fileteada en un asado por quien se había hecho cargo de la mascota so pretexto de que sus hijas jugarían con ella. No es cuestión de reírle la gracia al taimado que se había hecho con el animal con malas artes, pero de ahí a convertirlo en un problema existencial hay un trecho demasiado largo como para quedarse en los extremos.

La desaparición de los animales que conviven bajo nuestro techo se ha convertido en un asunto altamente inflamable en el que llueven las invectivas de un lado y de otro. Los dueños de las mascotas se lamentan de que su entorno no los entiende cuando sienten un dolor parecido al del fallecimiento de alguien de la familia. Del otro lado, la acusación de cierto infantilismo emocional por esa expresión de tristeza acentúa la pesadumbre en quienes sufren la pérdida, que suman incomprensión al dolor.

Quizá ha llegado la hora de restablecer el equilibrio perdido. La muerte de un perro o un gato con el que se ha compartido hogar diez o doce años no conviene, en ningún caso, equipararla a la de nadie, sea o no de la familia. Las personas van por delante de los animales, por muy ariscados que anduviéramos o muchas heridas que nos dejaran. Precisamente porque es la libertad –esa facultad exclusivamente humana para obrar en un sentido o en otro– la que debe guiar nuestros afectos y no los caballos desbocados de los sentimientos.

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