Que conste que no es zoofobia, que en mi casa sigue habiendo animales y que de pequeño tuve un pez. He leído y estudiado Laudato si’ varias veces y no puedo estar más de acuerdo, incluso recomiendo su lectura profunda y serena a cristianos y no cristianos. Y también soy consciente del bien que hacen las mascotas a bastantes personas, y que su cariño, fidelidad y compañía es fundamental para mucha gente, principalmente para los que padecen el desierto de la soledad. Y que debemos cuidar a los animales, como al resto de la creación.
Pero creo que, en una sociedad donde hay regiones con más animales domésticos que nacimientos, conviene hacer en voz alta alguna reflexión. Y si no, al menos, formular algunas preguntas al aire por si algo se nos cuela: ¿no será que con tanta mascota optamos por una forma de amor a la baja, donde nos obedecen, nadie nos cuestiona y nos evita demasiados desvelos? ¿Puede que tras los animales de compañía buscamos una pequeña clonación de nosotros mismos? ¿Hay algo de infantilismo en todo esto? ¿No demuestra un cierto compromiso a la baja –que termina en unos cuantos años o en un cruel abandono–? ¿Se convierten por momentos en juguetes para eternos adolescentes? ¿Cuánto influye una moda que piensa más en el consumo que en la plenitud del ser humano llamado a amar y dar vida? ¿Acaso no disfrutan algunos animales de nuestras ciudades de un mejor trato y una mayor atención de la que merecen? ¿Es sostenible en el tiempo como sociedad?
Evidentemente, los motivos para tener mascota son infinitos, y se mezclarán unos con otros. Y hay que respetarlo. No obstante, creo que, personal y colectivamente, no debemos dejar de plantearnos si esta tendencia social no es otra manifestación más de un egoísmo patente y subyacente, producto de un modelo consumista que no nos hace precisamente ser mejores –que no es lo mismo que sentirse mejor–.