El escándalo de las comisiones por la venta de mascarillas en Madrid justo en los días fuertes de la pandemia nos ha hecho ver hasta dónde puede llegar una persona por dinero. Parece increíble que, en aquellos momentos, algunos pudieran pensar en enriquecerse a costa de lo que, por otro lado, provocó tanto dolor a tantas personas.
Una de las personas implicadas en esta estafa es un joven miembro de una conocida familia aristocrática. Parece ser que dicho joven ha puesto a disposición del Juzgado la parte de la herencia que le corresponde de su abuela muerta, decimoctava duquesa de un noble y rancio abolengo. Lo ha hecho con el fin de evitar el delito de alzamiento de bienes, uno de los delitos que se le atribuyen en toda esta trama.
Al margen de que puede ayudarte a facilitarte la vida a nivel económico, de que sea más o menos suculenta, con más lujos o menos… una herencia es, al fin y al cabo, el legado de una familia. Un legado que en muchos casos se ha logrado con esfuerzo y sacrificio, y que en todos ha sido custodiado y cuidado con mucho celo para luego ser entregado a sus descendientes. Es el regalo que nuestros predecesores han ido elaborando con dedicación a lo largo de sus vidas para luego nosotros recibirlo, como quien dice, «por gracia», sin tenerlo que merecer.
Por eso, quien recibe una herencia y la administra mal, está desprestigiando todo el trabajo de sus padres, abuelos, bisabuelos… Es como si estuviera faltando el respeto a su memoria, a sus esfuerzos, al cariño que pusieron en ella, a la generosidad de su donación. Aquí es cuando una herencia se torna en algo más que en dinero y posesiones; y cuando un heredero se convierte en algo más que en beneficiario de un patrimonio familiar: es el depositario de un «te tengo en cuenta y me preocupo por ti» que te interpela y te compromete a ponerte a la altura de él y devolverlo con creces a quienes vengan tras de ti.
Así es como, acompañando al patrimonio (sea más o menos grande), la herencia también contiene una serie de valores y actitudes: el cuidado y dedicación puestos en vida en el trabajo; la preocupación por que los tuyos estén bien en el futuro; la austeridad que te lleva a no derrochar para que el otro tenga; el amor que se desea que sea recordado, transmitido y perdurado de generación en generación, cuando ya no se esté para verlo.
Ahora estoy acordándome de la parábola del hijo pródigo. «Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde…» (¡ni siquiera respetó que el padre estuviera vivo aún!), y ahí que la malgastó hasta perderla. No es de extrañar que luego al hijo le diera vergüenza volver a casa a pedir perdón, aunque ya sabemos todos que a su regreso recibió mucha más riqueza de su padre que la que contenía la herencia. Allí, en brazos del padre que le acoge con el corazón y sin reproches, el hijo pródigo cae en la cuenta de que hay una herencia mucho más importante que la material, que queda grabada en el corazón para siempre, y que nunca se agota. Es la herencia de saberse querido pase lo que pase, de la gratitud por ese amor infinito que te lleva a ti, como si fuera una llamada, a continuarlo en la historia.