¿Cómo nos recordarán cuando no estemos? Con semejante declaración de intenciones en la primera línea del post, cualquier lector estaría tentado de pensar que el autor se ha equivocado de fechas y que ese pensamiento del legado de nuestras vidas es más propio de noviembre o incluso de Cuaresma con su ascesis penitencial sobre el sentido de la vida y de la muerte. Pero no, estamos en Pascua florida, así que preguntémonos por la memoria que florece –y da frutos– en los demás.
Alguien a quien conozco de cerca se ha despedido recientemente de su trabajo, un puesto creativo en el que se valoran las aptitudes expresivas con el lenguaje. Fino observador de las circunstancias, se atrevió a servirme una conclusión general sobre el modo en que perduramos en el aprecio del prójimo. «Mira –me decía enfatizando la solemnidad–, nos pasamos la vida esperando que algo de cuanto decimos o escribimos pase a la posteridad y se convierta por sí mismo en nuestra herencia, pero desengáñate: lo que quedará de nosotros será el bien que hayamos podido hacer».
Su propia experiencia así lo dictaba. Alguien lo recordaba por las veces que se había interesado por su hijita enferma; otro más, por el gesto cuando murió su padre muchos años atrás; una tercera, por la paz que transmitían siempre sus palabras; aquel, por la amabilidad y la generosidad con que lo acogió cuando era un novato; el de más allá, porque se había mostrado servicial y agradable a la hora de afrontar una tarea compartida de esas que solemos pintar de marrón. En fin, detalles nimios que no habían costado ningún esfuerzo pero les habían hecho la vida más fácil a quienes los recibieron entonces.
Tiene toda la razón. Las huellas que nunca se olvidan son las que quedan impresas en el corazón de las personas a las que hacemos el bien. Desde luego, no basta para aspirar a la santidad, pero nos pone en el camino correcto.