Recién comenzaba a estudiar la Biblia, cuando aprendí otro modo de nombrar los mandamientos: «Diez palabras para la vida». Diez invitaciones para no perder ese camino de libertad, ese pacto de amor que Dios traza con su pueblo y con cada uno de nosotros. En el pueblo judío –del que procede Jesús– cuando un joven pasa a ser considerado adulto por la comunidad celebran la mitzvá, y sus padres lo bendicen diciendo: «Hijo, te pase lo que te pase en la vida, tengas éxito o no, llegues a ser importante o no, goces de salud o no, recuerda siempre cuánto te aman tu padre y tu madre».

Cuando somos jóvenes deseamos salir de casa, explorar otros mundos, quizás hay algo de nuestros padres que no nos gusta y no acabamos de aceptar… Luego, en la mitad de la vida, o si hemos tenido nuestro primer hijo, empezamos a mirarlos de otra manera.

Los últimos trabajos en constelaciones familiares reconocen la verdad sanadora de esta cuarta palabra que nos hace vivir: no podemos desplegar nuestra vida saludablemente si no honramos a aquellos que nos la dieron, con sus heridas y con su don. No juzgamos moralmente a nuestros padres sino que tomamos la vida que nos pasaron y es honrándolos como podemos llevarla más adelante. Esto es un acto hermoso para aquellos cuyos vínculos parentales han estado impregnados de cuidados y afecto. Pero ¿cómo pedírselo a personas que han experimentado la disfunción, o el daño, de uno de sus progenitores o de ambos a la vez?

Nunca olvidaré el testimonio de un hombre, aún joven, del que conocíamos su historia familiar de dolor por el alcoholismo y los malos tratos de su padre. En una ocasión –años después de que su este falleciera y cuando él ya criaba a dos pequeños– expresó conmocionado al final de una meditación donde agradecíamos a personas que nos traían luz: «Quiero dar gracias a Dios por la vida de mi padre, porque aunque no ha sido un buen hombre y nos hizo sufrir, esta vida que yo tengo Dios me la ha dado a través de él y quiero agradecerla»… Y sin saberlo estaba posibilitando en su interior una gran sanación. Cuidó de su madre hasta el final y honró a sus padres con más amor del que habían sabido o podido darle. Y de este modo, al tomar la vida que recibió de ellos, puede pasarla más plena y bendiciente a la siguiente generación. Un proverbio africano lo dice de otro modo: «Si el árbol quiere florecer, que honre a sus raíces».

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PastoralSJ
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