Hace unos días, una amiga me mandaba una foto desde Estados Unidos. Se trataba de una pequeña capilla enclaustrada en un enorme centro comercial, en una esquina al lado de una tienda de dónuts. Junto al cartel luminoso de esta, una cruz de vidrio y un cartel colgando anunciaban la presencia del espacio sagrado. Al principio me quedé admirado: qué fe tienen para que en un espacio como este tenga sentido una capilla. Luego, el tiempo me ha permitido pensar mejor si este es el espejo en que nos queremos mirar y al punto al que queremos llegar (porque quizás sea al que nos dirigimos sin darnos cuenta).
Los centros comerciales son, muy seguramente, uno de los hijos predilectos del consumismo rápido: grandes espacios con todas las posibilidades concentradas –restaurantes, cines, boleras, todo tipo de tiendas…–, que buscan ahorrarnos tiempo que pueda consumirse, como un producto más, en cualquiera de las mil ofertas de sus establecimientos. Lo importante no es dónde ni el qué, sino cuánto. Su diseño no es casual, sino una trampa que nos quiere atrapar (luminoso, para estar siempre activos; grande, para evitar las tentaciones de huir y vendernos la fantasía de que todo nuestro mundo está ahí; lleno de luces y estímulos que capten nuestra atención, pero sin vistas al exterior para que el tiempo, quizás lo único que tenemos en posesión, no pase, pues poca gente estaría disputa a regalar su vida aquí si se diera cuenta). Estamos en el corazón de un templo, sí, pero al dios del mundo moderno, no al de Cristo. En un lugar así es difícil pensar que Dios pueda abrirse paso, pero ahí está: en una esquinita, una capilla, pues Él sale a nuestro encuentro allá donde vayamos.
Pero, ¿es de verdad este el sitio que queremos dejar al Señor, entre un café helado y la próxima compra? ¿es acaso en nuestra vida tan sólo un producto más con fecha de caducidad que puedo cambiar cuando aparezca otro más llamativo? Personalmente, creo que Jesús nos exige compromiso. Nos pide dejarlo todo y seguirle, y me duele ver cómo nuestra cultura no está dispuesta a renunciar a nada por él. Parece que sólo nos cabe entre un dulce y unos nuevos pantalones, como un complemento más en nuestro día a día.
Cabría criticar esta pequeña reflexión argumentando los ritmos de la vida moderna, las posibilidades de encuentro que ofrece un pequeño rinconcito entre el bullicio del Primer Mundo. Por mi parte, no niego ninguno de estos puntos ni, mucho menos, la capacidad de encuentro del Señor en cada lugar. Pero pregunto: si Dios no es el centro, ¿entonces sobre qué gira nuestra vida? Quizás la mayor trampa del último siglo ha sido volver al ‘politeísmo’ que nos ofrece una retahíla de ídolos disfrazados de dioses entre los que hay que escoger, ir saltando de uno a otro hasta encontrar uno a nuestro gusto. Pero aún estamos a tiempo de elegir correctamente y dejar que sea sobre el Amor (más lento a veces, pero perenne) sobre lo que gire nuestra vida.