No es exagerado afirmar que el ser humano del siglo XXI cree cada vez menos en las instituciones. Algo que no se reduce a poner en duda a la Iglesia, a la familia o a los partidos políticos, también desconfía del Estado, de las empresas y hasta de las ONGs. Quizás es una consecuencia más de la exaltación del individuo y de un modo de pensar y de vivir que busca más la independencia y el placer que el compromiso y la permanencia. O sencillamente la ruptura de unos ideales que nunca se podrán cumplir. Sin embargo, el ser humano no deja por ello de necesitar al colectivo para vivir y sobrevivir y, cada vez más, busca el refugio en las identidades y en las ideologías que te venden el pack completo y de paso te ahorras tanto el pensamiento como el esfuerzo por participar activamente. En resumen, preferimos sentirnos parte de algo sin mojarnos mucho las manos.
 
Esta manera de hacer, donde los servicios de las grandes plataformas nos cambian el modo de vivir y de comprendernos, se traslada en parte a la fe. Y cada vez nos movemos más en las ofertas puntuales que nos llevan a escoger misas, retiros y parroquias. Todo a gusto del consumidor, en función de lo que nos viene bien, cuando nos viene bien y, por supuesto, si nos entra por el ojo. En definitiva, un pequeño mercado espiritual donde nos movemos entre lo cool, lo que nos interesa, lo que nos reafirma y lo que nos hace sentirnos mejor. Y siempre con derecho a no comprometerse demasiado, no vaya a ser que llegue el buen tiempo y nos perdamos un buen plan.
 
Desgraciadamente, en este surfear por la fe se nos puede olvidar una razón fundamental: vivir el Evangelio. Es decir, ser cristianos no solo implica creer o no en una institución, dejarse llevar por el interés particular o por la identidad de grupo –que todo cuenta– o recibir algún sacramento de vez en cuando. Más bien ser cristiano tiene que ver con un querer vivir a la manera de Jesús, dando un lugar importante a la fe en nuestra vida, pero también a la esperanza, a la alegría y al amor, y a un deseo de justicia y de comunidad. Tanto en actos como en palabras. Porque el centro de la vida cristiana no son las instituciones ni las identidades ni por supuesto las ideologías, es preguntarse cada día qué papel le damos en nuestra vida a Jesús de Nazaret.
 

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