La agenda de todo adulto cuenta con varios agujeros negros. Esos momentos que te obligan a tragar saliva y en los que te planteas, con más o menos dramas, si merece la pena tu existencia. Y curiosamente, para la mayoría de los mortales, esos momentos coinciden con los domingos por la tarde, cuando ya no te quedan planes por hacer, se acabó la jornada de liga, la resaca puede que no se haya ido de tu cabeza y el reloj te acerca sí o sí al abismo de los lunes.

Sin embargo, en nuestro transitar por el calendario, conviene no olvidar la profundidad e importancia del domingo. Una sabiduría que hunde sus raíces en la tradición judía y no tanto en el mercado, como muchos nos hacen creer. Más allá del descanso que garantiza el reposo de los que más tienen que trabajar, es el día de Dios, y por tanto, también de las personas, pues nos recuerda que no todo pasa por la utilidad, por el hacer, por el pasarlo bien o por el mero beneficio. Un día para no hacer nada aparentemente útil y recordar así, durante el resto de la semana, qué es verdaderamente lo importante. Sencillamente, una jornada distinta para hacernos saber que no todos los días son iguales. De lo contrario, viviremos en una continua rutina y en un no parar que no nos humaniza precisamente, sino que nos hace esclavos de la agenda y del activismo más agotador. En definitiva, salir de la vorágine del día a día para dar más sentido al resto de la semana. Tomar perspectiva para ganar realidad. La inutilidad más fecunda.

A mí me gusta decir, medio en broma medio en serio, que la existencia nos la jugamos en qué hacemos para llenar de sentido ese vacío que nos provocan los domingos por la tarde. Y es que todos tenemos la tarea de plantearnos con hondura y madurez cómo reaccionamos a esos momentos donde parece que nada tiene sentido y que –siendo realistas– no vale sólo con taparlos con más y más planes.

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