Tengo un amigo que describe sus tardes como yincanas vitales. Y es que por momentos pretendemos vivir al máximo y el resultado es que acabamos ahogándonos en un vaso de agua. Nosotros solitos. Intentamos cumplir como podemos con nuestra familia y en ocasiones un leve reproche –puede que cargado de razón– nos amarga el día. Estudiamos lo que nos piden en la universidad y algo de nosotros sospecha que rendimos por debajo de nuestras posibilidades. Vemos a menudo a nuestros amigos, pero a veces lo hacemos más por cumplir que por disfrutar de la amistad compartida. Y así con un montón de cosas, desde la fe a nuestros hobbies, abuelos, voluntariados o parientes lejanos. De alguna forma, convertimos cada jornada en una contrarreloj donde la realidad nos desborda y sentimos que intentamos llegar a todo y al final no llegamos a nada.
Y en esta epidemia de estrés existencial de vez en cuando se cuela un pensamiento entre las grietas de nuestra conciencia. Una vocecilla tan sutil como hiriente que nos acusa de egoístas, porque teniendo tanta suerte no la sabemos aprovechar. Porque pudiendo dar mucho exprimimos la vida poco. Porque nos queda sensación de agobio cuando deberíamos estar infinitamente agradecidos.
Pero quizás conviene dar la vuelta al calcetín y pensar que nos pueden las ganas de vivir. Que nuestra pasión por conquistar el mundo –en el mejor sentido de la palabra– nos lleva a marearnos por la velocidad con la que afrontamos el día a día. Porque de ninguna manera podemos dejar que la mediocridad impregne todo cuando en el fondo estamos llamados a la plenitud.
Un anuncio de neumáticos de los noventa advertía de que «la potencia sin control no sirve de nada». Quizás la clave está en aprender a mirar el tiempo de otro modo. Reconocer que la vida no pasa por hacer mucho, sino por hacer las cosas con sentido. Si queremos que nuestras ganas de vivir se traduzcan en plenitud, debemos reconocer que no se puede todo y que el tiempo es un regalo para aprovecharlo y no un enemigo que nos roba la alegría y la ilusión.
