El desenlace de la historia –que, por supuesto, no revelaremos– hace que el narrador se plantee la pregunta que dejábamos más arriba. Se trata de una de las cuestiones decisivas de la vida, la del sentido. Frente a la posibilidad de que todo lo que ha costado tanto tiempo construir quede destruido en un segundo, ante la fragilidad de lo espiritual y de lo santo, ¿será que todo es arbitrario, que lo que habíamos vivido como un don no era sino una casualidad más? El libro de Zweig nos ayuda a hacernos preguntas hondas, a reconocer que no podemos controlar ni apropiarnos de los regalos que la vida y Dios nos hacen, solo acogerlos y dejarnos trasformar por ellos. No es sencillo, pero hay encuentros que cambian, que son capaces de llevarnos a algo que parecía imposible.
La profunda sensibilidad espiritual de Zweig se muestra en el camino que van realizando los dos personajes del libro, cada uno con su historia detrás, cada uno hacia un desenlace. Quizá sus historias se reflejen en la nuestra y puedan acercarnos a una fe más profunda, purificada, capaz de acoger más el misterio de una vida en la que bien y mal se entrelazan de tal modo, que a veces solo cabe guardar silencio y confiar.
«En las ventanas ardían las primeras luces del alba. Pero no le alumbraron, pues no sentía ya añoranza alguna frente a un nuevo día, ni ante la vida, que había recorrido durante tantos años, conmovido con sus prodigios y sin embargo nunca del todo iluminado. Y, sin temor, se sintió próximo a aquel último milagro, que ya no es ilusión ni sueño, sino la eterna y oscura verdad».