Las cuatro vidas de que nos habla el autor demuestran la fuerza creativa y penetrante que Dios puede tener en todo aquel que se entrega a Él. Ninguna de las cuatro tuvo un entorno fácil y unas condiciones idóneas para creer. Tampoco la sociedad y la iglesia del momento ofrecían motivos para la esperanza. Y sin embargo, en todas ellas Dios se abre camino de forma nueva e inaudita para la humanidad: ¿Cómo pudo Etty Hillesum hablar de la bondad de Dios y del ser humano en medio del exterminio que se llevó por delante a su pueblo y a ella como judía? ¿Cómo pudo Madeleine Delbrel llevar a Dios y a la iglesia allí donde ni uno ni otra eran creíbles como era el mundo obrero y comunista del siglo XX? ¿Cómo entender que la pequeña iglesia de Roger Schutz y su comunidad religiosa se convirtiera en la casa común de oración y fraternidad de miles y miles de jóvenes pertenecientes a un mundo dividido y a confesiones religiosas enfrentadas? ¿Será que todavía las vidas vacías y sin sentido de tanta y tanta gente pueden encontrar a Dios, como Oliver Clement, a partir de una mirada diáfana sobre el ser de las cosas y de los rostros?
“No se pueden mirar sus existencias como ejemplos literalmente imitables sino, más bien como a fuentes de inspiración y de consolación para quien, peregrino y caminante, vive la historia de su tiempo. Ellos dejan en la memoria colectiva de la familia humana un testimonio permanente de que todo tiempo, incluso el más oscuro, es favorable al Evangelio vivido, al inédito y extraño aparecer de la vida, aun cuando todo parece decir y significar muerte.” (p. 159).