No es este un libro fácil de leer. Pero es necesario hacerlo. La descripción de los abusos puede parecer demasiado gráfica, pero impide mirar para otro lado, minimizar la barbaridad, o excusar al abusador. Estamos ante una violencia brutal, porque se ejerce contra los más débiles, y se ejerce por parte de quien se supone que debería anunciar el evangelio de Jesucristo. Estremece el relato de Pittet sobre la doble vida de su abusador, Joël Allatz. Pero la riqueza del testimonio de Pittet es que haya podido mantenerse firme y terminar en pie. Porque este también es un libro sobre la fe -y es muy interesante que quien encontró el dolor en la iglesia, haya encontrado también en ella el apoyo y la fuerza para no derrumbarse-. Es un libro sobre el perdón (que no se puede exigir, pero que cuando se produce trae libertad). Un perdón que no exculpa ni evita la necesidad de justicia. Es un libro que incluso da la palabra al propio abusador (estremecedora la entrevista que se incluye al final del libro). Es un libro en el que, además, se recoge la realidad de los abusos en tantos otros contextos.
Es imprescindible saber que los abusos existen, que hay que aprender a mirar para detectar a las víctimas y ofrecerles una tabla de salvación. Es imprescindible no mirar para otro lado. Y cualquier obispo, sacerdote, religioso, catequista, agente de pastoral, laico o laica cristiano, tiene que hacer el esfuerzo de mirar con hondura a lo que ha ocurrido. Para aprender de ello, para comprender que el silencio es una forma de omisión que no sirve. Para que algo así no vuelva a ocurrir.
Pittet escribe con fluidez y su relato es fácil de leer. Cuenta su vida. Habla de su familia, trabajo, padres, hijos… Relata su infierno, pero también la superación, la sanación, el proceso de ir poniendo nombre a lo vivido. La suya puede ser no solo una historia particular, sino un relato paradigmático de lo que ha ocurrido y el camino necesario hacia el perdón. Un testimonio que, en palabras del papa Francisco, que prologa el libro, era necesario, precioso y valiente.
«Einsideln ha sido mi tutor. Les estoy infinitamente agradecido a los monjes. ¡Han sido enormemente buenos conmigo! Fui violado por un sacerdote y he vivido lo peor; he sido salvado por los monjes y he vivido lo mejor. Fue en Einsiedeln, en un medio formado por religiosos, donde empecé a desarrollar una reflexión sobre mí mismo, respaldado incesantemente por los monjes. Allí aprendí una cosa: nunca hay que generalizar una experiencia. Cuando dejo el monasterio, conservo toda mi confianza en la iglesia. No porque varios sacerdotes hayan cometido actos abyectos están todos podridos. Mi experiencia me autoriza a decirlo» (p.86)