Cada texto del Magisterio merece ser leído con detenimiento por varios motivos. Destacaría, por un lado, por su visión del mundo y del ser humano. Pocos líderes son capaces de ofrecer un análisis con tanta experiencia y profundidad como lo han hecho los últimos papas. Una lectura necesaria y que por supuesto se enriquece de su relación con Dios, que da sentido a todo. Y por otro lado, porque se convierte en un faro que nos ilumina como Pueblo de Dios y como Humanidad, accesible a todo el mundo y que nos cuestiona nuestro propio modo de vivir.
Y en este caso, es tan admirable como destacable la valentía, una vez más, del papa Francisco para denunciar las injusticias del mundo y poner voz al clamor de los más pobres y de una naturaleza que gime con dolores de parto.
«La cosmovisión judeocristiana defiende el valor peculiar y central del ser humano en medio del concierto maravilloso de todos los seres, pero hoy nos vemos obligados a reconocer que sólo es posible sostener un “antropocentrismo situado”. Es decir, reconocer que la vida humana es incomprensible e insostenible sin las demás criaturas, porque «todos los seres del universo estamos unidos por lazos invisibles y conformamos una especie de familia universal, una sublime comunión que nos mueve a un respeto sagrado, cariñoso y humilde».