Hay ficciones que, por muy lejos que parezcan de la realidad, te invitan a zambullirte en lo cotidiano y a mirar a tu mundo. Estación Once, un relato post-apocalíptico, lo consigue.
Una epidemia devastadora acaba con casi toda la humanidad. Quince años después los pocos supervivientes se van juntando y tratando de crear una nueva normalidad. Un grupo de artistas crean «La Sinfonía», una compañía ambulante que representa obras de Shakespeare en las pocas comunidades que van surgiendo. Lo interesante de Estación Once no es su recreación del mundo después del apocalipsis (que podría evocar desde la historia de Mad Max al mundo de The Walking Dead –aunque en este caso sin zombis ni seres increíbles–). Un mundo de soledad, desconfianza, fanatismo y violencia. Dicha recreación es fascinante y el relato de la vida en ese mundo desolado es absorbente. Pero, pese a todo, lo más interesante es cómo –a través de la memoria de los personajes– se va ofreciendo una reflexión sobre el mundo actual, tal y como lo conocemos. Sobre sus vanidades y sus posibilidades. Sobre todo lo que damos por supuesto y, sin embargo, es un milagro de la tecnología y el progreso.
«Hacia el final de la segunda década en el aeropuerto, Clark pensaba en la suerte que había tenido. no solo por el mero hecho de haber sobrevivido, que evidentemente ya era algo importantísimo por sí mismo, sino por haber visto acabar un mundo y empezar otro. Y no solo por haber visto los esplendores aún recordados del mundo anterior, las lanzaderas espaciales, la red eléctrica y las guitarras con amplificadores, los ordenadores que se podían llevar en la palma de la mano y los trenes de alta velocidad que unían ciudades, sino también por haber vivido tanto tiempo entre esas maravillas. Había habitado en aquel mundo espectacular durante cincuenta y un años de su vida. A veces se quedaba tumbado despierto en la Terminal B del aeropuerto de Ciudad Severn y pensaba: ‘Yo estuve allí’, y ese pensamiento le atravesaba con una mezcla de tristeza y euforia.» (p. 232)