Markus Zusak se dio a conocer hace diez años con La ladrona de libros. Aquel libro emocionaba. Tras casi una década de silencio, este nuevo título está a la altura del anterior. Hay libros que te atrapan. Te van envolviendo en una historia que de golpe es también la tuya. Y hablan de amor, de soledad, de muerte, de superación, de distancias y encuentros, de heridas… y cuando llegas al final, exhausto, solo quieres volver a empezar. Todo eso ocurre con este libro. Un puente está en el centro de la narración. Y el puente es, en realidad, muchos puentes al tiempo. Entre las dos orillas de un río. Entre un padre y un hijo. Entre el pasado y el presente. Entre el presente y el futuro. Entre el dolor y la sanación. Entre los vivos y los muertos. Entre el escritor y sus personajes. Entre estos, y el lector…
Este libro está escrito de una manera maravillosa. A través de saltos en el tiempo vamos intercalando el presente y muchos momentos de un pasado que va desplegándose despacio, llenándose de contenido. Una historia que al principio parece curiosa, se convierte, después, en un torrente de memorias y personajes que te van dejando cada vez más conmovido. Uno de esos libros que, cuando uno encuentra, tiene que atesorar. Porque merecen la pena.
«Lo abracé con fuerza, y todos nosotros, todos los hombres que estábamos allí, sonreímos y lloramos, lloramos y sonreímos; porque siempre habíamos sabido algo, o al menos él lo había sabido: Habrá muchas cosas que un chico Dunbar pueda hacer, pero siempre debe asegurarse de volver a casa».