Por dos motivos principales. En primer lugar, porque demuestra que tras los gestos y las bonitas palabras del papa Francisco, hay una mente brillante y bien estructurada que muestra un pensamiento sólida y muy bien anclado, y que se atreve –en continuación con Benedicto XVI– a tener una palabra valiente y coherente ante los retos del hombre para el siglo XXI. Y en segundo lugar, porque ayuda a comprender al papa Francisco, como uno de los profetas de nuestro tiempo, y, sobre todo, invita a la reflexión en el propio lector a través de su análisis teológico, con mucha lucidez y sin ideas preconcebidas.
«El desafío que plantea este pontificado es, en consecuencia, bastante más radical de lo que la mayoría imagina. Es un desafío para aquellos conservadores que ya no quieren dejarse sorprender por Dios y se niegan a las reformas. Pero también para aquellos progresistas que esperan soluciones concretas factibles aquí y ahora. La revolución de la ternura y el amor y la mística de ojos abiertos podrían decepcionar tanto a unos como a otros y, sin embargo, llevar razón al final. Pues la «alegría del Evangelio» tiene a su favor una promesa cuya realización nunca se consuma plenamente en la historia. También la Iglesia será siempre una Iglesia no solo de santos, sino también de pecadores, por lo que precisará incesantemente de renovación. Nada es peor que el furor de los cátaros, inquisidores y rigoristas inmisericordes, que añoran una Iglesia pura del pasado, la cual en realidad tampoco entonces existió; o que el celo de los utópicos exaltados que se tienen por progresistas y que, en aras de una pura e ideal Iglesia del futuro, critican severa y despiadadamente su estado actual. Más allá de la ideología reaccionaria y la utopía exaltada está el realismo cristiano de la alegría del Evangelio. Su mensaje escatológico de esperanza se hace real ya ahora de modo simbólico y ejemplar en varones y mujeres santos, que en su mayoría pasan desapercibidos. Lo que el papa propone es el camino humilde de las personas creyentes, capaces de desplazar continentes y mover montañas (cf. Mt 17,19; 21,21).
Un poco de misericordia, nos dice, puede cambiar el mundo. Esa es la revolución cristiana de la revolución, tal como esta es entendida habitualmente. Es una revolución en el sentido originario de la palabra: el retorno al origen del Evangelio como camino hacia el futuro, una revolución de la misericordia.»