Tom Holland es un historiador brillante. Autor de obras magistrales como Fuego Persa, Rubicón, Dinastía: la historia de los primeros emperadores de Roma, o Milenio, sobresale no solo por su erudición y rigor, sino por ser un narrador magnífico. Leer uno de sus libros de historia es zambullirse en relatos que podrían ser novelas. Es ameno, profundo, intuitivo, y profundamente libre a la hora de tratar los temas.
Esta historia es original. Parte de una constatación: el cristianismo impregna el mundo que conocemos. Sus postulados impregnan la fe y el agnosticismo, el humanismo y la compasión marxista. Hasta quienes lo combaten lo hacen con presupuestos nacidos del propio cristianismo. Lo que Holland hace es ir buceando y enlazando distintos episodios de la historia para mostrar cómo el cristianismo ha ido configurando el mundo que conocemos. En tres grandes bloques (Antigüedad, Cristiandad, y Modernitas), vemos cómo se va forjando una sociedad donde los valores, la ciencia, el humanismo, las relaciones sexuales, la misma idea del amor o la igualdad beben del cristianismo. La elección de momentos e historias es original. En estas páginas veremos desde los evangelizadores de Europa a los herejes medievales, monjes, papas, científicos, reformistas, iluminados, ídolos de masas o iconos del pop se van dando el relevo en este libro que te deja exhausto y al tiempo deseando buscar más.
«La ambición de Dominio es recorrer el curso de lo que un cristiano que escribió en el siglo III d.C. demoninó la ‘marea oceánica de Cristo’: analizar cómo la creencia de que el Hijo del único Dios de los judíos, que fue torturado hasta la muerte en cruz, terminó por difundirse tan ampliamente que hoy la mayoría de nosotros, en Occidente, no somos capaces de ver lo escandalosa que fue en sus orígenes. Este libro explora qué hacía tan subversivo y perturbador al cristianismo, cómo terminó por saturar por completo el marco mental de la cristiandad latina y por qué, en un Occidente que a menudo recela de las afirmaciones de la religión, tantos de sus instintos siguen siendo –para lo bueno y para lo malo– profundamente cristianos. Esta es, por acuñar una expresión, la mayor historia jamás contada.» (p.28)