Por debajo de las complejidades de las cifras económicas y de la situación de crisis que atravesamos lo que hay es un modelo de vida y desarrollo completamente ciego y egoísta basado en un nivel de bienestar y de consumo que no es universalizable y en una acumulación injusta de bienes globales en manos de unos pocos países y personas. Si esto en si mismo es denunciable, lo es en mayor medida cuando una y otra vez se constata que en el mundo se produce la suficiente riqueza para que los casi siete mil millones de personas podamos vivir una vida digna, con todo lo necesario. ¿Qué hace falta para redistribuir esa riqueza de una manera justa entre todos los ciudadanos y países del mundo? De entre las muchas propuestas que se ofrecen en el libro destaco aquella que el autor considera más decisiva: una presión política ciudadana, tan fuerte, que obligue a nuestros gobiernos a dar una reorientación a su acción política y económica.
Hay que afrontar el desafío de aunar la salida de la pobreza y la reducción de las desigualdades internacionales con otras formas de saber vivir alternativas a las dominantes en el capitalismo globalizado. La respuesta a la crisis actual pasa por la recreación de una nueva sabiduría planetaria metaeconómica. Y para ello tenemos que reactivar las religiones de liberación y las filosofías morales emancipatorias.