Todavía hay relatos y confesiones que nos abren a ese misterio que nos habita por dentro. Relatos capaces de transportarte desde la lejanía o indiferencia hacia Dios hasta el encuentro más inmediato con Él. Ese fue el camino de Dorothy Day y puede ser el tuyo.

Qué bonito ejercicio en este tiempo de semana santa sería, como hace este libro, pasar nuestro corazón por todas las huellas o señales que el paso de Dios ha dejado en nuestra vida. Veríamos que aunque ésta discurra por caminos contrarios a los de la fe, siempre estáal alcance de Dios y que Éste puede servirse de cualquier vivencia, compañía, acontecimiento, incluso cualquier traspié, para mostrarnos el siguiente paso que nos acerque un poco más a Él. Y veríamos la pedagogía de Dios: cómo sabe esperar, paciente, escondido, cómo sabe aguantar los desplantes y olvidos que le propinamos, hasta que el correr de nuestra vida se detenga y cansados y hastiados de buscar nos rindamos a su bondad y mansedumbre, a su misericordia y su lealtad.

«Fue un día tristísimo de diciembre de 1927… Mientras cruzaba la brumosa bahía en el ferry, no me abandonó la lúgubre idea de que estaba actuando con demasiada precipitación. No me sentía en paz, ni alegre, ni siquiera convencida de estar haciendo lo correcto. Simplemente, era algo que tenía que hacer, una tarea que cumplir. Cuando me permitía pensar, dudaba de mí misma. Me odiaba por ser débil e indecisa…
Allí estaba esperando la hermana Aloysia para actuar de madrina. Ni siquiera sé si hubo padrino. El padre Hyland, amablemente y con discreción, sin expresar ninguna emoción, me oyó en confesión y me bautizó.
Por fin era católica, aunque nunca he sentido menos la paz, la alegría y el consuelo que posteriores experiencias me han demostrado que la religión es capaz de aportar.
Al año celebré llena de gozo mi confirmación y nunca pasa Pentecostés sin un renovado sentimiento de felicidad y agradecimiento por mi parte. Fue entonces cuando me abandonó la incertidumbre para -¡gracias a Dios!- no regresar jamás» (p. 140-141).