Por dos motivos principales. Primero, necesitamos autores que nos ayuden a leer la realidad con valentía, con profundidad y con misericordia, desde la postura de aquel que es capaz de descubrir la belleza y la bondad del mundo, desde el diálogo y no desde el combate. Y en segundo lugar, porque leer este libro –como otros tantos de Olaizola– hace bien al lector, invita a la reflexión, a madurar y a amar –un poco más si cabe– la vida.
«La verdadera vida adulta es ir regando lo sembrado, verlo crecer despacio y tener la paciencia de esperar a que de fruto. Es comprender que el amor tiene sutilezas que no imaginabas. Es descubrir que tras los aprendizajes enormes que la vida te da en los primeros años vienen otros más delicados, mas llenos de mati-ces, quizás menos vistosos, pero que le van dando a tu historia serenidad, profundidad y una gama de colores que ni imaginabas. Es comprender que los compromisos no son cadenas, sino vínculos. Y que no te atan a la vida y a la gente, sino que te mantienen unido, como esa ancla que es necesario echar en algún punto de la vida.»