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 Las hay desgarradoras, tiernas, que interrogan y de andar por casa, divinas y profundamente humanas. Cada una lleva el sello inconfundible de su autor pero, miradas en su conjunto, lo que resulta incontestable es que Dios, lejos de estar muerto, sigue haciendo mucho ruido en el interior de nuestras vidas.

¿Escribir una carta a Dios? ¿Porqué no? Muchas de las cartas de este libro comienzan manifestando una especie de perplejidad, la misma que experimentaríamos cualquiera si nos hicieran ese encargo. Pero cruzada esa barrera inicial, en todas ellas aparece fotografiada la vida en sus registros más profundos. Esos con los que conecta la palabra “Dios” y que hacen referencia a lo que de verdad nos importa o preocupa: la suerte de los que amamos, mi futuro incierto o pasado doloroso, la dignidad machacada de otros a los que siento “próximos” y esa pregunta por el misterio que nos asalta hasta en lo más cotidiano.

 “Bueno, en esta carta que te escribo hoy voy a pedirte… Pero voy a intentar pedirte desde dentro, como hacen los niños. Eso es. ¿Podríamos volver a ser todos niños? [ ]Sí, a mí me gustaría que todos nos volviésemos recién nacidos listos. Me gustaría que, al ser tan listos, pudiéramos en minutos aprender a ponernos en la piel del otro, a sentir empatía o compasión […] Y ya que somos recién nacidos, podríamos entusiasmarnos con la vida, con una vida por realizar, una vida recién parida, intacta, sin dolor estéril. Una forma de vida como una página en blanco. Y apuntar con lápiz, por si hay que borrar: a las diez, escuchar; a las once, reflexionar; a las doce, cambiar las cosas. Empezar a cambiar el asfalto por la arena, la mala leche por higos dulces, el ruido por el silencio, la prepotencia por la humildad…”.

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