Vivimos en la era de las reseñas. Antes de comer, viajar o comprar, corremos a Google a consultar las opiniones de desconocidos. Si no hay mínimo 4.2 estrellas, mejor ni intentarlo. Pero ¿cuándo fue que delegamos nuestro criterio a un algoritmo de estrellas y comentarios anónimos?
Las reseñas de Google pueden ser útiles, sí. Pero también nos están enseñando a desconfiar de nuestra propia experiencia o intuición. Nos condicionan. Si vemos que un restaurante tiene una crítica negativa, llegamos predispuestos a encontrarle fallas (eso, en el supuesto de lleguemos.) Si tiene elogios excesivos, aceptamos todo sin cuestionar y le rendimos pleitesía. En ambos casos, dejamos de pensar por nosotros mismos.
¿Y si la mejor pizza de tu vida está en ese local de 3.8 estrellas? ¿Y si la atención «mala» que alguien mencionó era simplemente una camarera cansada después de un mal día? ¿Por qué permitimos que el juicio ajeno reemplace la aventura de descubrir por cuenta propia?
Pensar libremente hoy implica rebelarse contra esa voz digital que nos dice qué merece la pena y qué no. Implica asumir que el gusto es subjetivo y que equivocarse también es parte de vivir. No todo lo que brilla en Google es oro, ni todo lo que tiene pocas estrellas merece ser ignorado.
Recuperemos el criterio propio. Atrevámonos a entrar en ese sitio vacío, a probar sin filtro, a vivir sin depender del veredicto de la multitud. Porque la libertad de pensamiento también se ejerce eligiendo sin miedo, sin estrellas y sin permiso.



