A principios de los sesenta el sociólogo canadiense Marshall McLuhan profetizó que el mundo sería una aldea global. Su augurio, que algunos tacharon de la extravagante chifladura, se ha quedado corto. Hoy la humanidad posee los instrumentos de comunicación más poderosos de su historia. ¿Estamos mejor comunicados? En apariencia sí, pero con frecuencia las fronteras entre oportunidades y peligros, entre utopía y distopía, entre libertad y caos se difuminan.
Algunos dirán que el problema no radica en las herramientas, sino en su empleo, y defenderán su férreo control. Otros apelarán al sagrado derecho de la libertad individual y clamarán contra cualquier intención de establecer límites. La polarización da estos amargos frutos. Las redes sociales -alimentadas por oscuros y adictivos algoritmos- se han convertido en una jungla, sin normas ni reglas. Una tupida malla en la que todos, especialmente los más jóvenes, podemos quedar atrapados.
La virtud, como defendía Aristóteles (por favor, más filosofía en clase), se encuentra en el justo medio. Entre la restricción asfixiante y la anarquía hay un amplísimo territorio en el que manejarse sin dañar, sin dañarnos. ¿Cuál sería la brújula que nos debería guiar? La educación.
La educación exige empeño, sacrificio, búsqueda. No conformarse. La educación -en las aulas, pero también en casa- forja un espíritu crítico, que te lleva a distinguir la verdad de los bulos, la información de la comunicación. A respetar, a comprender, a preguntar y a escuchar. A ser mejor persona, ciudadano.
Una educación cimentada sobre la lectura. En un mundo hipertecnologizado e hiperconectado, en el que la soledad gana cada día más terreno; en el que nunca se ha hablado tanto y se ha escuchado tan poco… quizá el mayor acto de rebeldía sea LEER. La senda que conduce hacia la libertad. ¿Estamos dispuestos a recorrerla? Pues, en marcha.