De un tiempo a esta parte la eutanasia vuelve a estar en el candelero. Cada cierto tiempo aparecen relatos de muertes envueltas en dolor y polémica, acompañadas de un revuelo electoral que intenta llevar este asunto de nuevo a las portadas. Pero cuanto más hablamos de ello, más constatamos que el debate está vacío e ideologizado, o directamente no lo hay. Algo que ocurre en otros muchos ámbitos, sin embargo estos casos es especialmente delicado, pues se exhiben situaciones trágicas muy difíciles de manejar, y más a la luz de los focos.

En el fondo está la pregunta sobre la muerte digna. Es decir, si la muerte digna es entendida como eutanasia –o suicidio médicamente asistido por muy meditado que sea– o, por el contrario, es percibida como el final de un proceso acompañado, reconciliado y no forzado. Son las trampas del lenguaje, ya que parece que ganar esta batalla implica obtener la legitimidad suficiente para dictar el destino de estas personas.

No toda posibilidad se puede convertir en derecho –básicamente porque su función es ayudar a las personas a vivir mejor, no a morir–, y porque nuestra idea de progreso muchas veces patina con el desarrollo pleno del ser humano. Cuando hay vida de por medio y el sufrimiento de tanta gente, no todo vale. El sistema del bienestar centrifuga a muchas personas a situaciones de soledad y abandono. La controversia mediática no está abordando cuestiones sobre quién tiene el poder de decidir sobre la existencia de otros, cuál es la mejor forma de acompañar el sufrimiento, qué es la libertad, qué ocurre si abrimos las compuertas, quiénes somos nosotros para juzgar el sentido de cada historia… Si ni siquiera hay claridad a la hora de diferenciar muerte digna, eutanasia, encarnizamiento terapéutico, sedación terminal u otros términos… Y legislar sin tener claras todas esas cuestiones es empezar la casa por el tejado.

Nunca podremos hablar de la muerte digna si primero no somos capaces de integrar el final como otra parte del camino. Algo doloroso pero inevitable. En la cultura del éxito nos hemos alejado de la importancia del dolor y del fracaso. Si fuésemos capaces de entender el sufrimiento, la enfermedad y el final de la vida como una oportunidad de crecimiento y apertura a los otros –no solo como una disminución o un fracaso existencial– quizás abriríamos una puerta para muchas personas cuya vida se convierte –o convertimos– en un callejón sin salida. Puede que la pregunta sea otra: ¿qué modelo de vida proponemos cuando mucha gente encuentra en la muerte la única solución?

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