Llamarlo debate es optimista. ¿Combate, tal vez? Algo de eso ha habido. Con vencedores y vencidos (aunque creo que quien sale derrotada –cada vez más– es la sociedad entera, y dentro de ella, esta vez, muchas personas muy vulnerables). Así que, pensar que, a estas alturas, algo así como un diálogo sereno hubiera sido posible en nuestra sociedad ya no sé si es esperanza o ingenuidad. Y, sin embargo, hubiera sido necesario –en este como en tantos otros temas–.

Quienes ponen el acento en la diferencia justifican desde esa diferencia que no cabe ningún diálogo. Es decir, si, por mis convicciones –religiosas o éticas (que desde ambos ámbitos cabe esta convicción)– yo defiendo que el valor de la vida es tal que no podemos quitarla (ni siquiera la propia). Y tú defiendes que el valor de la libertad es tal que nadie puede decirte qué hacer con tu vida, es posible que por ese camino lleguemos, desde el punto de partida, a un callejón sin salida.

¿De qué podríamos haber hablado entonces, en esta conversación que no ha habido sobre la eutanasia? De la sociedad que surge de esta ley. Tendríamos que haber sido capaces de escucharnos, al menos, para tratar de entender lo que está en juego. Y quizás, tan solo quizás, habríamos podido avanzar algo, en lugar de llegar a la formulación tramitada ayer –que unos aplauden enfervorizados como la más liberadora y otros vemos, desolados, como una carga de profundidad contra los más débiles–. Matizar, enmendar, pulir, puntualizar, corregir, limitar… ¿Algo de esto hubiera sido posible?

Y es que, aunque no podamos ponernos de acuerdo en los valores o principios que justifican unas medidas, quizás sí podríamos haber intentado hablar (no vociferarnos) sobre las consecuencias, sobre a dónde puede conducir esta ley de eutanasia tal y como está formulada. Qué sociedad surge de ella, y qué escenarios futuros podemos imaginar (y cuáles de esos hay que evitar). Tendríamos que haber hablado sobre el estado de los paliativos en nuestra sanidad, y sobre si, antes de dar a escoger entre sufrimiento o muerte no habría que trabajar mucho más para que la alternativa de mitigar el sufrimiento contase con muchos más medios de los que hay en la actualidad. Tendríamos que haber hablado sobre el peligro de incluir una categoría (sufrimiento psíquico intolerable) que es tan subjetiva que ¿quién podrá juzgar a partir de ahora hasta dónde llega el sufrimiento interior de los otros o cuál es su umbral de tolerancia? ¿Y si la soledad total –que desgraciadamente tantos padecen– es para alguien motivo para pedir morir? Tendríamos que haber hablado sobre el problema que supone la sensación subjetiva de «ser una carga» –y tener la posibilidad de elegir dejar de serlo–. ¿No va a dejar esto infinitamente más expuestos, precisamente, a las personas más débiles, más vulnerables, a quienes viven con menos recursos? ¿Caben escenarios en los que alguien –por enfermedad o precariedad– sienta que «debe» morir para no ser una carga para los suyos? (Caben). De todo eso, y mucho más, tendríamos que haber hablado. No solo de casos extremos, que siempre se encuentran para dinamitar conversaciones. Tendríamos que haber hablado más de lo que está ocurriendo en los pocos países en que leyes semejantes (o más limitadas) se llevan aplicando años. De cómo lentamente el umbral que se entreabre comienza a ensancharse.

Y, después de haber hablado largo y tendido de todo eso, de habernos escuchado y haber escuchado a expertos. Después de haber podido reflexionar, y si entonces hubiera de verdad esa citada demanda social, tal vez una ley habría seguido saliendo adelante (aunque muchos hubiéramos deseado que no). Es posible que al menos hubiera salido con más matices.

Pero nunca llegamos a hablar.

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