La tragedia vuelve a Oriente Próximo. Otro capítulo más de un conflicto tan sangriento como interminable: Más de 60 muertos y miles de heridos como consecuencia de las protestas por el traslado de la embajada de EE.UU. a Jerusalén. Un drama constante que se agudiza e impresiona más cuando ocurre en un lugar tan importante para nosotros. El kilómetro cero de nuestra religión –y de nuestra civilización–, se ha convertido en el lugar donde se entremezclan miles de intereses en un inestable juego de equilibrios y lo peor, en un infierno que lejos de acabarse pasa de generación en generación.
Como si del derrumbe de un castillo de naipes se tratara, una mala decisión ha propiciado la enésima escalada de violencia. Y es que por mucho que nos equivoquemos una y otra vez, conviene recordar la frase clásica de «todo acto tiene sus consecuencias». En nuestro mundo, cada decisión abrupta, imprevista y visceral puede conllevar consecuencias dramáticas para mucha gente. Como si de un ovillo se tratase, la realidad está interconectada de tal manera que todo afecta a todos. Algo que ocurre a todos los niveles, desde lo más familiar a lo global.
Seamos el presidente más poderoso o la persona con el encargo más irrelevante que existe, no podemos olvidar que la realidad es mucho más compleja de lo nosotros nos creemos. Que cada decisión que tomamos, el estilo de actuar que utilizamos, nuestro modo de hablar y la forma de dirigirnos a los demás crean dinámicas que pueden hacer mucho bien pero también pueden transformar realidades cotidianas en auténticos infiernos. La responsabilidad pasa por pararnos, saber mirar más allá, y preguntarnos si nuestro modo de ser –con obras, palabras y decisiones– contribuye a anunciar el Reino de Dios o crea guerras y heridas siempre innecesarias.