Las últimas matanzas en El Paso y Dayton, el fin del control nuclear, las amenazas de Corea del Norte o Irán, guerras secretas, terrorismo, represión, violaciones grupales, desplantes en las redes… Noticias distintas en alcance y en consecuencias. Pero con algo en común. Todas ellas nos alertan de que nuestro mundo parece estar volviéndose cada vez más violento. Situaciones que hablan de un modo de relacionarnos entre las personas agresivo y sorprendente a estas alturas del siglo XXI, que van de lo personal a lo grupal llegando a dividir a media humanidad.

Parecía que el siglo XX había abierto la puerta a otra manera de relacionarse. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo vemos cómo el recurso de la violencia sigue estando ahí, pues no es otra cosa que una consecuencia más del poder mal enfocado. Es la posibilidad de hacer daño al otro a costa de intereses egoístas y partidarios que dañan una y otra vez la dignidad de la humanidad entera.

Unas veces será el miedo, otras la educación, la fe, la democracia, las leyes o la defensa legítima, pero siempre estará en nuestra mano cortar ese círculo vicioso de rencor, lágrimas y sangre. Lo que no podemos hacer es justificar la violencia, y querer defendernos aumentando la dosis, como si quisiéramos crear un antídoto o inmunizarnos, porque inconscientemente nos convertiremos en verdugos echando así gasolina al fuego.

Hay una forma de resistencia que también es inherente al ser humano, y es el lugar de la memoria. El recuerdo de tantos momentos donde la vergüenza ha confundido a naciones enteras –incluso a cada persona–, donde hemos entregado las llaves de nuestra conciencia al odio en nombre de una ideología, una supuesta justicia, la supervivencia e incluso la propia religión. Ojalá que cada uno de nosotros, ya sea por miedo o por sensatez –ambos muy propios del ser humano–, busquemos recordar, y sigamos cortando cualquier conato de agresividad y violencia para que podamos hacer de nuestro mundo un lugar mejor.

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