Sucede con la mayoría de los acontecimientos que ocurren en nuestra sociedad, cada vez más ideologizada, dicho sea de paso. Las redes lo jalean y nuestros políticos –que no son muy amigos de la reflexión pausada que merece su responsabilidad– lo propician. Debes posicionarte al momento, como quien enciende la televisión en un mundial y decide en segundos a qué selección quiere animar. Por desgracia, la situación que se vive en Tierra Santa es un ejemplo más de este fenómeno tan actual como lamentable.

Pero entonces, nosotros como cristianos ¿dónde debemos posicionarnos? ¿Qué bandera debemos enarbolar? Pues muy sencillo, nuestro criterio suele ser más limpio y profundo del que propugnan las ideologías: la mirada de la misericordia. La misma que sufre y se compadece por cada persona que padece en este mundo y que no hace acepción de personas ni obedece a criterios políticos ni económicos ni ideológicos. La misma que dice que toda vida humana vale y que la guerra –aunque milenaria y en ocasiones inevitable– no es la solución para ninguno de los conflictos. La mirada que sufre con el que sufre. El resto es política, necesaria, pero política.

Conviene no olvidar, en este punto, donde las religiones tienen un peso específico en el problema, que si todos nos sentimos hijos de Dios, y lo vivimos como una relación amorosa, el enemigo se convierte automáticamente en hermano, por muy distinto y malvado que pueda llegar a parecer. Al fin y al cabo, la llamada de los cristianos es a la fraternidad, y para que esto sea real es necesario comprender que la propuesta cristiana pasa por vivir todos como hijos de un mismo Dios. Un Dios que es amor y que sufre por el dolor de cada una de sus criaturas. Así de sencillo, así de complicado.

 

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