Quizás tú también hayas experimentado alguna vez encontrarte entre personas que hablan un idioma distinto al tuyo, y del que apenas entiendes nada. Y es posible que en alguna ocasión hayas participado de una celebración de la Eucaristía en un país extranjero, con ese plus de no entender la lengua. A mí me resulta curioso: sabes, y a la vez no sabes, qué están diciendo, porque más o menos tienes aprendido «qué toca ahora».
Me pasó la primera vez que participé aquí, en Jean Rabel, Haití, de una Eucaristía. Era completamente en krèyòl, por lo que los gestos, y mi memoria, me permitían más o menos seguir el ritmo de la celebración.
De repente, en un momento dado, empieza la gente a levantarse y a ir en cola (apretada) hacia el altar. Pensé: «¿ya toca comulgar? No me he enterado de la consagración». Sin embargo, no, estábamos en el ofertorio, y aquí, para la colecta, se acerca la gente a una caja que ponen en el presbiterio, a echar el donativo.
Imagina la escena, mucha mucha gente, vestida con sus mejores galas (que puede gustarte el estilo o no, pero la realidad es que los domingos, para ir a la iglesia, se arreglan muchísimo: tacones las mujeres, hombres con corbata, niños con calcetines con puntillas…), todos ellos saliendo de entre los bancos abarrotados, haciendo una especie de fila-bulla.
Y ahí estoy yo, contemplando la escena que dura bastante tiempo. Fijándome en las ropas, los zapatos (es así, luego ya una aprende a concentrarse en lo esencial, pero al principio no se para de mirar la novedad que te rodea…). Y en ese bullicio, aparecen unos pies que caminan con pequeños pasos, con unos zapatos desgastados, un pantalón mucho más grande que la cintura que lo alberga ajustado gracias a cinturón anudado, una camiseta de manga larga con algún agujero. Su pelo blanco, sus escasos dientes, los ojos que sonríen… Ahí va él, ese hombrecito de más de 80 años, en medio de la multitud elegante, a echar su ofrenda…
Y me vienen esas palabras «Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que todos los demás. Pues todos han dado de lo que les sobra; pero esta, en su indigencia, ha dado cuanto tenía para vivir» (Lc 12, 43-44). Ese gesto fue el Evangelio para mí aquél día, la mejor de las homilías, y la invitación de Dios a no guardarme nada.