El presidente Zelensky fue recibido ayer por el papa Francisco en el Vaticano. La primera reunión desde el inicio de la guerra de Ucrania. Un encuentro en el que para muchos el papa adquiere un rol equidistante y en el que para otros se implica demasiado, sabiendo que este tipo de valoraciones dependen demasiado del calibre ideológico del que lo formule, dicho sea de paso. Podremos especular todo lo que queramos, pero la mayoría de la información no la tenemos.

Sin embargo, más allá de lo que más o menos pueda hacer el papa, hay algo que no se puede discutir: el deseo de hacer de la Iglesia un espacio de reconciliación entre personas, pueblos, religiones y culturas. Y esto, en un mundo que vive sometido a demasiados intereses particulares ya es un logro considerable. No se trata de un juego de equilibrios propio de la diplomacia, es el sueño de una humanidad capaz de vivir en paz y en comunión. Es tan profético como novedoso.

Y quizás detrás de la foto, a mí me gusta imaginar lo que no hemos visto en los medios –porque no todo es oscuro en los pasillos de Roma, como hacer creer algunos–. Es el trabajo de Bergoglio y de su equipo hablando con unos y con otros, las cartas revisadas una y otra vez, las llamadas y tantos desvelos, las cientos de reuniones y las oraciones desesperadas. Porque es en estos casos donde se palpa cómo la vida oculta es mucho más importante que lo que sale en la foto, es el trabajo sencillo y a la vez complicado por el Reino de Dios, y que disfrutarán muchos aunque no sean conscientes de ello. Porque aquí, como en otros tantos casos, es más importante el trabajo que no se ve.

 

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