Si me llegan a decir hace unos años que mi misión en la vida iba a pasar por echarle horas a aprender alemán, creo que me hubiera echado a reír. Y sin embargo, aquí estamos, sin heroísmos, echando horas al estudio, con toda la paciencia que mi inquietud y mi ímpetu me permiten, y tranquilamente aceptando que mi misión pasa por estas tareas.

Hablar de misión es hablar del sentido de la vida: reconocer que tienes una misión dice mucho de tu identidad, de tus orígenes, de tus sueños y del por qué haces las cosas. Para empezar, afirma que te tomas bastante en serio aquello que haces. Es decir, que eres capaz de focalizar tus propios intereses en pro de una dedicación máxima a aquello que te apasiona. Y de hacer con más alegría aquello que toca hacer aun sin ganas (como resolver cientos de ejercicios de alemán).

Los auténticos apasionados por la vida que he conocido han sido personas con una misión. A pesar de que esto suena rimbombante, las misiones no suelen ser por lo general grandiosas. Una misión se caracteriza por ser precisa, concreta, a veces con nombre y apellidos, siempre uniendo el día a día con la utopia: cansarse cada día conviviendo con los niños de un centro de menores porque merece la pena luchar por su futuro; salir cada día a los campamentos donde viven cientos de migrantes que quieren pasar a Europa porque el Espíritu sopla en su búsqueda de dignidad; preparar apasionadamente una clase para alumnos de la ESO aunque lo que se busque es ayudarles a crecer en su auténtica plenitud humana; acompañar a una comunidad buscando que Dios tenga un lugar más grande en la vida de todos; ser madre o padre, desde luego, también es una gran misión. Y espero que mis horas de alemán, de algún modo, se puedan unir a todos estos esfuerzos.

Todas las misiones tiene objetivos más o menos concretos. Pero conviene no confundir estos objetivos con una ambición o una meta propia. Lo que le da valor a la misión es el esfuerzo por responder a la necesidad de otros. Todo ello configura un modo de vida que llamamos ‘servicio’, donde las aptitudes personales se unen a las exigencias de la realidad para darle un valor añadido al tiempo empleado y a la tarea en sí. La recompensa no es tanto un resultado positivo (por el que ciertamente se trabaja) como el sentimiento de plenitud por haber entregado la vida.

A poco que estemos atentos a los periódicos descubrimos que nuestro mundo está lleno de causas por las que merece la pena luchar. Pero no todas tienen que ser para nosotros. Una característica propia de la misión cuando se vive de manera cristiana es que esta no se elige. De algún modo, la misión «nos elige» y a ella nos sentimos enviados. Un gran ejemplo es santa Teresa de Calcuta, quien durante un viaje por la ciudad se acercó a un enfermo de la calle y sintió que cuando este le dijo «tengo sed» era Jesús mismo quien le estaba hablando. Y a partir de aquel día se entregó por completo a los más pobres de entre los pobres, primero en su ciudad, luego en todo el mundo. Pero hay ejemplos más cercanos: quien se sintió llamado a entregarse a la causa ecológica después de ver la «seta» de contaminación sobre su ciudad; o quien después de un voluntariado con niños entendió que su misión en la vida pasaba por dedicarse a la enseñanza.

Y es que Dios sigue llamando a la misión. Lo hace de manera continua, a través de la realidad, a través de nuestros sentidos. Quizás tal vez no tengas aún claro a qué vas a dedicarte en la vida aunque quieras dejar tu huella en este mundo. Y sientes el deseo de entregarte con generosidad, huyendo de la comodidad. Puedes empezar por pensar que tener una misión es para todos, no para unos privilegiados. Pero hay que dejar de imaginársela como algo espectacular o como una autorrealización personal. Empieza por abrir los ojos, por escuchar y por sentir: la misión está ahí esperándote a que te arremangues la camisa, a que te unas a muchos otros apasionados y a que sirvas con alegría. Yo, mientras, a seguir estudiando alemán.

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