Media Europa está aliviada por el resultado en Francia. No conozco mucho a este señor: banquero, europeísta, liberal y con una vida amorosa interesante, a la altura de los últimos presidentes galos. Estaba claro que saldría, al fin y al cabo, quién en su sano juicio podría votar a Marine Le Pen. Al menos desde lo que nos llega a España. Pero de la misma manera, en todas las conversaciones de esta semana surgía el recuerdo de que Trump tampoco iba a salir y que el Brexit era la última frivolidad británica.
Y es que uno mira el periódico y ve el caso de Francia, el Brexit y Trump, pero también Venezuela, Corea y cada país tiene lo suyo. No sé cómo será la política francesa a partir de ahora, pero esta situación me lleva a pensar que muchas veces confundimos hablar alto con tener la razón. Políticos, medios de comunicación instituciones y hasta nosotros mismos camuflamos la fragilidad de nuestro mensaje con un lenguaje violento y agresivo. Confundimos el volumen de voz y la virulencia de la palabra con poseer la verdad.
El reto de Francia, y de muchos países no es seguir ganando al que grita más alto, sino preguntarnos por qué el que grita más alto lo hace de esta forma. No se trata de negar nuestro derecho a indignarnos ni a conformarnos con un sistema insuficiente. El problema es que nuestro grito ante lo que no nos gusta no puede generar más grietas y más división en un mundo ya de por sí bastante roto. Cómo cambiaría el mundo si nuestra queja ante lo que nos gusta se convirtiese en palabras y actos que tendieran puentes e hiciesen que la libertad, la igualdad y la fraternidad algún día se pudiesen hacer realidad para toda la humanidad.