Estas últimas semanas, la capital francesa está viviendo continuas huelgas generales y serias manifestaciones a propósito de una serie de reformas de Emmanuel Macron. En algunos casos con mayor o menor razón, pero adquiriendo tintes demasiado violentos que no sólo rompen la imagen bucólica de París, sino que generan innecesarias víctimas entre manifestantes, policías y ciudadanos de a pie, y complican aún más la vida a demasiadas personas.

Repasando la Historia de París no sería exagerado decir que estas revueltas están en su ADN y que en parte es bueno que una sociedad no esté anestesiada, al contrario de lo que puede ocurrir en otras latitudes –algo que puede ponerse en cuestión en el momento en el que hay un mínimo conato de violencia de por medio–. No obstante, hay un aspecto del que sí se puede aprender, tanto en este caso como en otros: el resentimiento no construye nada. El odio como motor de un pueblo –por muy justificado y cabreado que pueda llegar a estar– sólo acaba creando dinámicas perniciosas y no construye sociedades unidas, cohesionadas y capaces de soñar un futuro tan real como sostenible. Es más, al final sólo genera malestar y frustración.

Está claro que el espíritu de reivindicación es una herramienta social útil y necesaria para mucha gente, y que ha producido algunos avances sociales, no lo podemos negar. Sin embargo, conviene hilar fino y estar bien atentos al principio, al medio y al final del proceso, y analizar qué nos despierta como personas y como sociedad, y qué consecuencias tiene. Sin querer, es fácil que al final acabemos envenenados por una causa aparentemente justa y hagamos de la reivindicación y el resentimiento un modo de vida que sólo nos lleva a odiar y a vivir constantemente desde una eterna contradicción.

Si alguna idea saca lo peor de ti, pregúntate si la idea es buena y si hay algo que no estás haciendo bien.

 

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