Hay un proverbio africano que dice: «Para educar un niño hace falta la tribu entera». Se me vino a la cabeza al leer el siguiente titular acerca del tiroteo que un adolescente provocó en un instituto norteamericano hace unos días: «El padre del tirador de Míchigan compró el arma que el menor usó en la matanza». Por lo visto, la escuela ya pidió a los padres una reunión para tratar «el comportamiento preocupante del menor». Ahora, este menor deberá enfrentarse a una pena máxima de cadena perpetua por la muerte de cuatro compañeros del colegio.
No puedo imaginar por qué ese padre decidió comprar un arma y guardarla en casa, ni por qué este adolescente de tan solo 15 años cometió tal atrocidad. Tampoco estoy en disposición de determinar si lo que llevó a este chico a cometer tal delito es porque en su casa recibiera o no la educación adecuada. Pero sí es cierto que se hace urgente que toda «la tribu», esa de la que habla el proverbio africano, nos pongamos de acuerdo para educar a nuestros niños y niñas.
Como profesora, veo a muchas familias que dejan recaer el peso de la educación de sus hijos en las escuelas. Otras, directamente, están en contra de muchas de las directrices de la escuela en la que tienen matriculados a sus hijos. La desconexión que se da entre escuela y familia se hace clara y evidente en bastantes circunstancias, y no digamos la que hay entre escuela, familia y sociedad. Esto dificulta mucho el hecho de educar porque se lanzan mensajes contradictorios. Y ocurre como en la parábola del sembrador: que te puedes hartar de sembrar, de tirar granos a tierra, y la semilla no termina de dar fruto bueno y abundante porque no arraiga.
Se hace preciso que «la tribu» se una. Se trata de nuestros jóvenes, de nuestro futuro. Por ello, lo primero y más importante es que las familias tengan tiempo para «ser familias». Muchos padres y madres se ven acuciados por los pagos que deben afrontar y pasan demasiadas horas fuera de casa, trabajando. Es esencial la conciliación laboral y familiar para tener tiempo de calidad para educar en casa, para que los padres y madres puedan discernir qué educación quieren dar a sus hijos y con qué escuela quieren compartir esa importantísima misión. Y una vez se haya tomado esa decisión, se hace preciso el siguiente paso: que familia y escuela dialoguen; que dejen de verse como rivales, con desconfianza y recelo, y pongan por delante el deseo de qué es lo mejor y más adecuado para el crecimiento en conocimiento (académico y «del corazón») para nuestros hijos y alumnos.
Bueno, quizás estoy pidiendo mucho… Diciendo estas cosas, a veces me visualizo a mí misma como una especie de pregonera, a voz en grito, con palmas y pandereta, y mirando a mi alrededor, preguntándome si de verdad alguien escucha. Imagino que también muchos otros profes, y también muchos papás y mamás, se sentirán así. A lo mejor se trata de que dejemos de gritar por separado, de que sintonicemos las palmas y panderetas y empecemos a creer en los mensajes que tenemos claros en nuestras mentes, pero que luego parece que la gran mole que es esta sociedad termina devorando. Sí, a lo mejor se trata de eso, de que nos creamos y vivamos como tribu. Ya, si eso, de la burocracia en las escuelas y de cómo esta se está comiendo la labor de educar, hablamos otro día…