Ya sabemos que la Cuaresma es tiempo de conversión y quizá otro año más andemos enfrascados en esfuerzos voluntaristas que en el fondo esconden una tentación muy antigua y tan actual. Se trata del pelagianismo y sus nuevas formas que condicionan la salvación a la voluntad y esfuerzo humanos.

La Iglesia a través de la liturgia también nos enseña. Nos ayuda a acompasar el corazón con lo que celebramos. No son artificios impostados sino la profunda convicción de que lo exterior ayuda a lo interior.

La Iglesia en Cuaresma nos llama a ser más austeros tanto con los adornos del altar (que se suprimen en este tiempo) como con la música. De hecho, salvo en algunas excepciones, ni se reza el Gloria, ni se canta el Aleluya.

La conversión a la que estamos llamados en Cuaresma encuentra en la limosna, el ayuno y la oración los mejores aliados. Lo que tienen en común es que significan quitar algo: quitarnos de algo propio para compartir con el necesitado, de algo necesario como la comida para captar lo verdaderamente importante de la vida, ruidos y ocupaciones superfluas para abrir espacio a Dios. También la liturgia se vuelve más austera, se quitan cosas.

En primer lugar, para significar que nos preparamos para recordar y revivir un tiempo duro en la vida de Jesús –la pasión y muerte– y, también, para ayudarnos a caer en la cuenta de la seriedad de aquello a lo que se nos llama: la propia conversión. Además, hay otro motivo: el contraste con la alegría de la noche de Resurrección. Y no porque nosotros seamos ya muy buenos y hayamos logrado convertirnos, sino porque Dios, convertidos o no, nos regalará un año más a Cristo resucitado.

 

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