La fotografía se publicó el pasado 24 de agosto: un hombre –pantalones cortos y paraguas en mano– levanta los brazos ante un policía antidisturbios de Hong Kong que le apunta con un revólver a muy corta distancia. La imagen recuerda a otra realizada treinta años antes. En aquella ocasión un hombre, con una simple bolsa de plástico, sólo y aparentemente tranquilo, detuvo una columna de tanques del ejército popular chino en plena represión de las manifestaciones de Tiananmen. Las dos fotografías tienen el mismo contenido: un ciudadano desarmado –chino– se enfrenta de manera pacífica a la represión de una de las dictaduras más poderosas del mundo. Frente a una pistola, un paraguas y los brazos en alto. Frente a una columna de tanques, una bolsa de plástico y la tranquilidad de quien aún sabiéndose en peligro decide plantar cara a los que ejercen la violencia.

Hace unos meses los ciudadanos de Hong Kong salieron a la calle en protesta por una ley aprobada por el parlamento local: a partir de ese momento, cualquier ciudadano de la ex colonia británica podía ser extraditado judicialmente a China. Dicha medida acababa con buena parte de la soberanía de la ciudad frente a Pekín. La durísima represión policial no hizo más que aumentar el número de manifestaciones de la llamada ‘revolución de los paraguas’. Pese al anuncio del bloqueo de la ley, por parte del gobierno local, las protestas aumentaron. A día de hoy la amenaza china de ocupar la isla militarmente –«el que juega con fuego, se quema», avisó el gobierno chino– no ha calmado la situación. No se trata sólo de una ley concreta ni de un malestar puntual. La población no quiere perder los derechos civiles y democráticos heredados de la época británica. Se sienten amenazados por un régimen político que lleva gobernando China con mano de hierro desde hace más de cincuenta años.

La cuestión es que en la vida, por suerte o más bien por desgracia, si eres coherente te pueden partir la cara, aunque llevemos sólo un paraguas o una bolsa de plástico. En nuestro día a día nos movemos lo mínimo para que nada –ni nadie– nos salpique. Somos ambiguos, poco claros, escondemos cosas y nos ponemos caretas. Con la excusa de la ‘falsa prudencia’ hacemos todo lo posible para evitar el conflicto. La cosa es caer de pie y que nadie se dé cuenta. Y si lo hacemos sonriendo, pues mejor.

Jesús no fue por la vida evitando conflictos ni mirando para otro lado. Eso de la ambigüedad no va con Él. Seguimos a un Dios que habla claro, que actúa de la misma manera de cómo predica: sin medias tintas ni piruetas extrañas. Que baja al barro. Que pisa charcos. Que no vende humo. No fue un bien queda con quienes podían partirle la cara (como finalmente hicieron) ni tampoco fue un suicida, ni un imprudente. Actuaba como sentía en su corazón, sin más.

No es fácil ser cristiano. Nos obliga a ir desarmados y de frente. Armados y protegidos por la Verdad –con mayúscula–. Pero no debemos tener miedo ni acobardarnos. Con Él no nos perderemos. Y que así sea.

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