Durante mi última visita al Museo del Prado, me conmovió una imagen de la Natividad obra de Federico Barocci. El autor había dispuesto en un primer plano a la Virgen con el Niño, iluminados por un potente foco de luz. Mientras que san José se ubicaba en un discreto segundo plano, en penumbra, abriendo la puerta a los pastores que llegaban al portal.

Y es que san José es un personaje discreto, del que apenas sabemos gran cosa, pero que tiene un importante papel en la historia de la salvación. Un papel que no es fácil ni brillante, pero que es grande porque se realiza en lo sencillo, en lo cotidiano, tal y como lo resume el autor de este cuadro, en el abrir y cerrar de una puerta.

En primer lugar, san José se sitúa en el umbral de una puerta tan importante como es la que une el Antiguo y el Nuevo Testamento puesto que él es descendiente de David y esposo de María. Descendiente de David y por tanto miembro de una tradición y de una familia, igual que todos nosotros pertenecemos a una tradición y a una cultura diversa. Pero esposo y enamorado de la Madre de Jesús, que le entronca con el Nuevo Pueblo de Dios al que también nosotros pertenecemos.

En segundo lugar, san José es el hombre que abre la puerta de su casa a la salvación. Me sobrecoge pensar que san José estuvo realmente enamorado de la Virgen María, con un amor tan profundo, y creyente, que fue capaz de respetarla y acogerla aunque no entendiera todo lo que ella decía y vivía. Un amor que le hizo acoger a Jesús como a un Hijo y reconocerle como Mesías, probablemente confiado y acogido en la fe de su esposa, aunque las circunstancias externas no ayudaran a ello. A veces me pregunto qué pensaría san José en aquella noche de Navidad, al ver por primera vez al Mesías al que Israel esperaba desde hace tantos siglos, naciendo en una situación de carestía, pobreza y sencillez.

Pero san José es también el hombre que abre la puerta de su casa a los demás, a aquellos que vienen a adorar al Niño y, probablemente como él dudan al verlo envuelto en pañales y acostado en un pesebre. San José abre la puerta, y desde su discreción, sin decir apenas una palabra, ayuda a los demás a creer. Como dice un himno de la liturgia de las horas «dinos tú, José, cómo se junta tener propicio a Dios y escaso el pan».

En tercer lugar, san José es el hombre que cierra la puerta, para y cuidar así a este Salvador frágil que se le ha confiado. San José cierra la puerta a Herodes eligiendo una vía pacífica y humilde, como es la de la huida a Egipto. Cierra la puerta para proteger a la Virgen y a Jesús estableciéndose en un lugar humilde y escondido como Nazaret. Y así, san José protege y custodia el misterio de la Encarnación como nadie lo ha hecho jamás, porque en su corazón intuye que, en la debilidad de aquel niño que no se distingue demasiado de los demás, se esconde una grandeza y un misterio que un día se revelará como luz de las naciones. Personalmente, me impresiona imaginar así a san José, protegiendo a la fragilidad de la obra de Dios y colaborando con ella de la manera más sencilla posible, con su vida, con su amor y con su trabajo. Creo que en esta imagen esconde una llamada muy importante para nosotros, que nos sentimos llamados a entregar nuestra vida a un Dios que trabaja en la aparente fragilidad de una Iglesia que quizá no es como la hubiéramos imaginado o deseado. Con su testimonio sencillo y discreto, san José nos invita a proteger a esta Iglesia que se nos ha confiado, aceptando que es en ella donde Dios quiere hacerse presente en nuestro mundo.

(Imagen: «Natividad» de Federico Barocci, en el Museo del Prado)

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