Siempre he sido muy fan de san José. Será porque de pequeña me eduqué con las Hijas de San José, y durante mucho tiempo trabajé con ellas, dejándome impregnar de su carisma josefino. Pero lo cierto es que José ha sido una presencia importante en mi vida, y ha querido la Navidad pasada que esta presencia se acentuara aún más.
Rezaba una noche de esa última Navidad con el evangelio del día. Era el de los pastores que van a ver al Niño, y le cantan y le llevan presentes, mientras María guardaba todo aquello en su corazón. Supongo que José también haría lo mismo. Y me quedé meditando en ello, en su papel, en su forma de vivir aquello tan grande y difícil que le había pedido Dios.
No sabemos mucho de cómo fue su vida desde el momento en que el ángel le advirtió en sueños que aquello que ocurría era cosa de Dios. Solo que descendía de la familia de David y que por ello tuvo que bajar a Belén para inscribirse en el censo; que tuvo que huir con María y el Niño a Egipto; y que, estando ya en Nazaret, vivió el angustioso episodio de la pérdida de Jesús y su hallazgo en el Templo. Siempre me pregunto cómo resonaron dentro de él aquellas palabras: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo estar en las cosas de mi Padre?».
Ignoramos cómo eran sus oraciones, qué pensaba, qué sentía, de qué hablaba con María cuando se quedaban a solas… Nada. Silencio absoluto en la Biblia y en la Historia. Pero pensaba yo el otro día que, saliendo Jesús tan bien (permítanme decirlo así, son gajes de mi oficio de profesora), lo que vivió en casa tuvo que ser muy muy bueno. Al margen de que, claro está, Dios es Dios, y sabe lo que hace. Y ahí creo que está el secreto de José: dejar a Dios ser Dios a la manera de Dios.
Mientras rezaba aquel día me preguntaba cuántas veces José, en las distintas penurias que pasarían, en las incertidumbres y las dudas, en el no entendimiento de cómo había ocurrido todo, no habría reprochado a Dios que actuara como tal: «tú que eres Dios… podrías habernos proporcionado un buen aposento para el parto… podrías haber dado un escarmiento a Herodes y ahorrarnos la huida a Egipto… podrías habernos quitado tanta pobreza… tú, que eres Dios…». Como tantas veces hacemos nosotros con Dios, que ponemos a prueba su ser condicionándolo a nuestros esquemas.
Quizás José supo entender que a Dios hay que dejarle ser Dios. Y eso es una cuestión de ponerse en sus manos, de dejarse hacer, de encomendarse y poner toda tu confianza en quien ya primero confió en ti. Por eso José es el hombre obediente, no porque se someta, sino porque confía. Y es que José comprendió y aceptó que con Dios todo es pregunta y, a veces, también respuesta. Pero sin Dios, todo es pregunta alocada, tirada al aire sin orden ni concierto, ruidosa y vacía a la vez. Y nunca, nunca tiene respuesta.