Cada día llego al trabajo sobre las 8.15, abro la puerta de la oficina y suelo dejar el bolso encima de la mesa que está junto a la recepción para quitarme el abrigo con más facilidad. En esa mesa encuentro cada día los periódicos de mayor tirada de este país y cada día me voy asustando más de lo que leo en las primeras páginas. No me asusto por el contenido en sí, los españoles de esta época estamos entrando en los grupos de población, mayoritarios por cierto, que cada vez se sorprenden menos. Me asusto por las palabras y el orden de estas en los titulares. No puedo evitar sentir que vamos de cabeza al panfleto, si es que no estamos ya, donde todo vale, lo importante es el fin. ¿Qué fin y para qué?
Siempre dije, y hasta ahora no he encontrado razón para pensar lo contrario, que las palabras no son gratuitas. Nombrar algo hace que exista, utilizar bien el género hace que nosotras existamos, pareciera que meter un abrupto en una frase transmite importancia, un adjetivo viste al sustantivo y no da igual un adjetivo que otro.
En estos días se critica las nuevas leyes de comunicación en países como Ecuador, Venezuela y Argentina, y claro que me asusta, creo en la libertad de expresión. En lo que no sé si creo es en la responsabilidad de quienes atesoran un medio de comunicación, de quienes escriben o hablan para todos y a veces pareciera que por todos. Me da miedo las palabras que buscan el conflicto, el odio, el rechazo, me dan miedo las palabras que disfrazan la verdad porque siempre hay quien las cree, y de eso no se hacen responsable ni los que escriben, ni los que poseen un medio ni los que dicen hablar por todos. ¿Y todos no es mucho?